por Alicia del Bosque *
El fetichismo patrimonial no es exclusivo de México ni es sólo responsabilidad del estado mexicano. Si así lo fuera, sería más fácil combatirlo. A veces, por desgracia, parece que por todas partes, en nuestro país y en el exterior, en las esferas oficiales y en la sociedad civil, hemos comprado la idea de que las piedras antiguas —algunas piedras— son sagradas. O por lo menos que son tan significativas, tan importantes en sí mismas, que requieren nuestro respeto y, todavía más, de nuestra adoración.

Hace tres semanas, en su gran reportaje sobre las prácticas corruptas de Wal-Mart (que puede verse aquí), The New York Times decidió usar el caso del supermercado de Teotihuacan para ilustrar la magnitud de las prácticas comerciales de la multinacional. Teotihuacan, no less. Por supuesto, David Barstow y Alejandra Xanic explicaron que la anécdota principal del texto había sido escogida porque era la “mejor documentada” de todas las historia de corrupción patrocinadas por Wal-Mart. Pero toda historiadora sabe que ningún acontecimiento se documenta solo; eso que llamamos documentación es simplemente el modo en que validamos nuestras preguntas. Y las preguntas son siempre nuestras.
Ayer, en La Jornada, Claudio Lomnitz (en un artículo que puede verse aquí) hizo bien en recordar que, a decir de Sergio Cicero Zapata, Wal-Mart habría escogido destruir la legalidad mexicana en Teotihuacan para asegurarse de ese modo la impunidad en los otros muchos sitios donde deseaba, y desea, establecer supermercados a sabiendas que las leyes de “desarrollo” urbano se lo prohíben. ¿Y por qué? A causa del valor “simbólico” de las dos pirámides inmensas que todos conocemos.
Desde entonces, las voces que condenan las prácticas corruptas de Wal- Mart han tendido a centrarse en el “agravio” que significa la presencia del supermercado tan cerca de la zona arqueológica de Teotihuacan. Tanto, que a veces parece que el problema fundamental es la presencia de Wal-Mart en las inmediaciones de las pirámides, no en el hecho de que el emporio mordió a las autoridades encargadas de regular el crecimiento urbano en la región. (Hace muchos años, cuando un vivo intentó abrir un McDonald’s en la plaza principal de Oaxaca se repitió la misma discusión: la ofensa parecía estar en la identidad del locatario, no en la manera en que se hizo del lugar para vender sus hamburguesas.)
Es lamentable que todo esto esté ocurriendo. Porque lo grave de las prácticas de Wal-Mart es su naturaleza corrupta, no que hubieran destruido el patrimonio teotihuacano o que la responsable de las triquiñuelas sea una empresa cuyas oficinas generales se encuentran en Estados Unidos. Lo que verdaderamente importa es la corrupción. Ahí es donde debería centrarse el enojo de la opinión pública. Lo de menos es que los corruptores sean gringos o que entre los afectados se cuenten restos arqueológicos relacionados con el sitio donde aquel diocesito purulento se convirtió en sol.
Lamentablemente, muy poco podremos avanzar en nuestro entendimiento y nuestra condena de la corrupción institucional y a gran escala si toda nuestra atención, nuestra condena moral, se centra en la desacralización de las piedras; esas piedras tan viejas, tan lindas, tan sagradas… tan inútiles si no nos sirven —como quería Bertold Brecht— para pensar en las personas que las labraron y las acomodaron unas sobre otras.
* Investigadora independiente
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