por Luis Fernando Granados *
El año que comienza, como cualquier otro, está lleno de efemérides notables y sustanciosas, de esas que dan pie a la realización de congresos, la edición de libros, la pronunciación de discursos, la organización de exposiciones. Que si José Guadalupe Posada cumple cien años de muerto (20 de enero), que si hace medio siglo murió Remedios Varo (8 de octubre), que si han pasado treinta años desde el avionazo que acabó con la vida de Jorge Ibargüengoitia (27 de noviembre), que si Octavio Paz dejó de existir hace tres lustros (19 de abril).
Quienes prefieran los libros a las personas tendrán ocasión de recordar también dos cincuentenarios monumentales: el medio siglo de La democracia en México, de Pablo González Casanova [aunque el libro se publicó dos años más tarde], y los cincuenta años de Rayuela, de Julio Cortázar.
Para quienes gustan de los libros de historia, por su parte, la lista también incita a unos buenos fuegos artificiales: 80 años de La conquista espiritual de México, de Robert Ricard; 70 de Raíz y razón de Zapata, de Jesús Sotelo Inclán; 60 de La revolución de independencia, de Luis Villoro; 50 de La ciencia en la historia de México, de Elí de Gortari; 40 de Hombre-dios, de Alfredo López Austin, y de La cristiada, de Jean Meyer.
Y más allá del mundillo cultural, por supuesto, una nueva ronda de bicentenarios y centenarios patrios se aproxima: en febrero el primer siglo de la decena trágica, en noviembre la declaración de independencia de Anahuac.

Tanto si recordar es vivir, como quiere el lugar común, como si la memoria constituye una herramienta indispensable para construir el presente, como se diría en ciertos círculos, el modo en que la obsesión moderna por las efemérides y la historia ha ido manifestándose en los últimos tiempos parece haber llevado al extremo la paradoja que habita en el corazón de nuestro modo de pensar el pasado: simple y sencillamente, porque terminará por no haber suficiente tiempo para tanta conmemoración histórica.
Como en los debates acerca del patrimonio, la paradoja de la pulsión conmemorativa es consecuencia del ambiguo lugar que tiene el pasado en una cosmovisión que dice preciar el futuro por sobre todas las cosas pero que se ancla en el pasado como si el futuro no existiera y el presente (nos) causara vértigo.
Pero si hace un siglo poco más o menos los monumentos y las celebraciones parecían esfuerzos melancólicos por restablecer el vínculo roto entre la modernidad y la prehistoria —de ahí su impostado clasicismo—, el torrente contemporáneo parece conducirnos a una situación como la que Julian Barnes imaginó en England, England: a la elevación del recuerdo al nivel de la cosa evocada —y eventualmente a su remplazo.
Que es más o menos lo que nos pasa cuando el recuerdo de nuestros abuelos deja de originarse en nuestra experiencia sensible y comienza a provenir de la fotografía que debía ayudarnos a recordar, digo yo.
* Profesor de tiempo completo, Departamento de Historia, UIA
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