por Rafael Guevara Fefer *
Edmundo O’Gorman, con la precisión magistral que lo caracterizaba, sentenció: “La navidad es la venganza de los mercaderes contra Jesús por haberlos expulsado del templo.”
Explicar cómo fue la invención de la navidad contemporánea, con todo y su furor por las rebajas de enero, puede ser una tarea imposible, permanente, incompleta, mundana, mística, ideológica, puntal, evasiva, autoritaria, anárquica, libertaria, igualitaria, justiciera o simplemente aburrida. Antes que cualquier intento de exponer la invención de la navidad, sólo quiero comentar que la dinámica del mercado y sus mercaderes de cosas y de sueños han encontrando en la tecnociencia una fuente inagotable de elementos para hacer de la temporada navideña la venganza perfecta contra los ideales que ponen en el centro de la vida comunitaria el valor de uso y la fraternidad, pues está permite desarrollar fantásticos artefactos que se venden a 12 o 18 meses sin intereses y que concretan nuestros deseos y el modo que obsequiamos nuestros afectos.
En los tiempos que corren se presenta nuestra realidad como una complejidad en la que nuestra propia intervención o la de líderes, gobernantes o instituciones sólo contribuye con un reacomodo parcial y costoso ante el caos, con una solución siempre equívoca (pues, como dice la canción, en el caos no hay error). Por lo tanto, no hay que olvidar que las personas, que somos partes fundamentales de sociedades agrarias, migrantes, farmacodependientes, industriales y posindustriales, debemos pagar un costo medible en moneda corriente e inconmensurable en otro tipo de valores.
En éste, nuestro tiempo, el proceso social aparece como un progreso tecnológico y no como desarrollo histórico; es decir como un proceso de realización de una secuencia de decisiones de las que nadie se hace responsable y que fueron tomadas, supuestamente, bajo el sueño de la razón, o en el peor de los casos por que no había otra opción. Así la cosas, el modo en que nos inducen los ecos publicitarios a vivir la “noche de paz” y el “año nuevo” parece ser el mejor o el único.
Es obvio decir que la gran venida de Santa tenga que ver con el folclor de los Países Bajos y ese Nicolás manirroto que entrega obsequios que transportan unos esclavos negros, pero se precisa para reflexionar cómo se inventó la globalizada navidad y nuestro maratón Guadalupe-Reyes. Hoy día, la rotunda venganza de los mercaderes cuenta con el apoyo de los vendedores de cocacolas, quienes uniformaron a Santa y hasta han reclutado a un oso polar, con la paradoja de que este animal puede ser el emblema de la temporada navideña o el entrañable personaje emblemático del llamado cambio climático que, según dicen, nos tiene con un pie fuera de este mundo.
Pero no todo está perdido, pues los rituales de época navideña que, por un lado, permiten exorcizar los malos años y, por el otro, ayudan a nutrir el futuro con los años buenos, existen más allá de las estériles dinámicas de consumo. Por eso no es casual que, en su primer concierto en la ciudad de México, el público de Bruce Springsteen (quien canta canciones con una voz herida por las contradicciones más lacerantes del capitalismo) viviera momentos felices, como cuando su garganta transformó “Santa Claus is Coming to Town” en el más absoluto y puro rocanrol —con lo cual nos recordó que estamos cerca de la navidad, que el año se acaba al tiempo que llega uno nuevo, distinto, y que estamos deseosos de que sea feliz.

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