por Georgina Rodríguez Palacios y Fernando Pérez-Montesinos *
Han pasado más de cuarenta años desde que Richard Nixon declaró oficialmente que el enemigo público número uno de Estados Unidos era el abuso de las drogas. Desde 1971, señala la película The House I Live In, la Casa Blanca y el Congreso se han obstinado en seguir la que ha llegado a ser “la guerra más larga de Estados Unidos”, gastando más de un trillón de dólares en sostenerla.
Apenas estrenada el pasado mes de octubre, The House I Live In muestra los contradictorios resultados que ha tenido el manejo de las drogas como un asunto de seguridad nacional: en los mismos cuarenta años la producción, el comercio y el consumo de drogas no sólo no han disminuido, sino que se han incrementado exponencialmente. Las drogas son cada vez más baratas y variadas. El fracaso de la actual política anti-drogas, demuestra Eugene Jarecki, escritor y director de la película, es evidente. ¿Por qué, entonces, continúa? ¿Quiénes se resisten a una reforma? Y sobre todo, ¿a quiénes perjudica?

Premiada como mejor documental en Sundance, The House I Live In muestra que la guerra ha afectado desproporcionadamente a las minorías y, en última instancia, a los sectores más pobres de la población estadounidense. El número de sentenciados por drogas sin agravantes de violencia pasó de 50 mil en 1980 a poco menos de 500 mil en el año 2000. A pesar de que la población “negra” de Estados Unidos (una de la de menores ingresos) constituye sólo el 13 por ciento del total, más de la mitad de los prisioneros son afroamericanos. Este desequilibrio, sin embargo, ha comenzado a cambiar en la última década. La expansión del negocio de las metanfetaminas, las crisis económicas y el consiguiente aumento de la pobreza han hecho ya de la población «blanca» de más escasos recursos el objeto de varios miles de arrestos (véase el sitio del documental.)
Factores concretos han hecho que se reproduzca la estrategia. En lo local, la economía de comunidades enteras se basa en las detenciones de pequeños vendedores y consumidores: policías gratificados por cada arresto; prisiones privadas que funcionan como fuentes de empleo e impuestos, mientras que atraen a otros negocios (desde compañías telefónicas y aseguradoras hasta maquiladoras de armas y uniformes); redes de narcotraficantes cada vez más extendidas y beneficiadas. En el nivel macro, el comercio de drogas y la venta de armas siguen aportando ganancias descomunales.
Lo expuesto en The House I Live In, y confirmado en las noticias día a día, revela que la guerra contra las drogas no es, en realidad, contra las drogas. Su principal efecto ha sido no el fin del crimen, sino la criminalización de la pobreza. En el discurso oficial, sin embargo, la necesidad de continuarla se sostiene incuestionada y perennemente. La conveniencia de poder señalar a un enemigo interno, las ganancias de empresas y grupos dedicados al lobbying, los vínculos con las asociaciones que se oponen a la regulación de la venta de armas de asalto y la legalización (o al menos despenalización) de las drogas han hecho que esta guerra se convierta, también, en un negocio político.
Desde Nixon, es casi imposible postularse a un puesto público o reelegirse sin una retórica de mano dura contra el crimen y las drogas. Los resultados de las elecciones presidenciales no implicarán cambios relevantes sobre la decisión de continuar la guerra: ni Barack Obama ni Mitt Romney se pronunciaron en contra de ella. Sin embargo, en cuestiones más específicas, han sido los miembros del Partido Demócrata los que han dado las iniciativas más recientes para reabrir el debate, por ejemplo, sobre la regulación de armas (véase la plataforma electoral de los demócratas y la nota sobre el senador demócrata que propuso un plan para detener el tráfico de armas a México; en franca oposición, el 75 por ciento de los republicanos son renuentes al control de armas.
En este contexto se vislumbran algunos resquicios de luz. La opinión pública con respecto a la marihuana ha ido cambiando en los últimos años. Según Gallup, por primera vez desde que se inició la “guerra contra las drogas”, el 50 por ciento de la población estadounidense está a favor de su legalización. Más aún, es prácticamente un hecho que los estados de Colorado y Washington aprobaron ayer la legalización de la marihuana, lo cual podría incluso tener un fuerte impacto en las ganancias del narco mexicano.
Ninguna de estas iniciativas pone en cuestión el discurso dominante que sostiene la necesidad de continuar la guerra contra las drogas. Para ello,se requiere tener una visión más amplia y de más largo plazo sobre lo que ella ha significado en la historia reciente de Estados Unidos y del mundo. Tal es la visión propuesta por The House I Live In. Y así fue también el discurso que llevó al propio Estados Unidos la Caravana del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad hace un par de meses.
Para que esta visión pueda volverse palpable en propuestas políticas, quizá sea importante comenzar desde el relato histórico —relato que es también el los grupos más afectados desde aquel año de 1971—, pues la historia sobre la “guerra contra las drogas” está rodavía por escribirse.
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