por Luis Fernando Granados *
Salvo que ocurra, esté comenzando a ocurrir una catástrofe, Barak Obama será hoy reelegido presidente de Estados Unidos. Así lo indican casi todas las encuentras de opinión nacionales publicadas durante el fin de semana y también, sobre todo, lo afirman un puñado de encuestas estatales levantadas en varios “estados veleta” (como Florida y Ohio), que son por supuesto las que verdaderamente cuentan en un país que no elige a su presidente por voto directo.
Hace todavía una semana, sin embargo, el paisaje demoscópico llevó a más de un comentarista a especular acerca de la posibilidad de que Obama fuera elegido sin obtener la mayoría del llamado “voto popular”. La discusión hizo que una vez más se hablara de esa otra institución peculiar estadounidense, el colegio electoral, que desde 1789 media entre la voluntad ciudadana y la integración de las instituciones republicanas. Y también, inevitablemente, que se recordaran las cuatro o cinco ocasiones en que el presidente de Estados Unidos fue elegido a pesar de no haber obtenido la mayoría de los votos.
(Los cuatro primeros casos son bien conocidos: en 1824, John Quincy Adams fue elegido presidente a pesar de haber obtenido 38 149 votos menos que su más cercano competidor; en 1876, Rutherford B. Hayes se impuso a Samuel J. Tilden no obstante haber recibido 254 235 votos menos; en 1888, los 90 696 votos menos de Benjamin Harrison no le impidieron prevalecer sobre su oponente; y en 2000, Al Gore cosechó 540 520 votos más que George W. Bush y sin embargo no fue presidente. El quinto es todavía materia de debate: es posible, con todo, que John F. Kennedy haya obtenido en 1960 unos 60 mil votos menos que su adversario republicano.)
El colegio electoral es ciertamente una institución extraña: concesión de los “federalistas” a quienes preferían mantener la alianza original de estados libres y soberanos que había obtenido la independencia y por ello se oponían a la constitución de 1787, el colegio fue imaginado como un segundo mecanismo —el primero era la integración del senado— para asegurarle cierto poder a las antiguas colonias, particularmente a las “pequeñas”. No otro era y es el propósito de la fragmentación territorial de los votos expresado en ese raro cónclave —pues, como dicen sus defensores, esa era y es la única manera de honrar la heterogeneidad regional de los votantes.

Es un poco más extraño que apenas se repare en el carácter contingente y antidemocrático de la institución; extraño porque ello ha permitido que el argumento sobre la legitimidad de sus existencia sea uno de apego a la tradición (como en tantas otras discusiones de carácter constitucional) en un país que se precia de ser espacio privilegiado de la creatividad y la innovación.
Con todo, quizá lo más extraño de la existencia del colegio electoral y, en especial, del conocimiento de su falibilidad es que ambos hechos no parecen tener ningún efecto sobre la idea de la democracia estadounidense que prevalece en Estados Unidos y en buena parte del mundo. En efecto, en cualquier otro país el diseño y la práctica de una institución semejante sería de inmediato denunciada como una negación, al menos parcial, del carácter democrático de sus instituciones políticas.
¿Por qué no ocurre lo mismo en Estados Unidos? Quizá porque casi todo análisis del pasado y el presente estadounidense descansa sobre un relato axiomático, una metahistoria, que afirma que Estados Unidos ha sido y es una democracia en el sentido puro del término —en lugar de situar su sistema político en el contexto histórico que le corresponde—. Al confundir los rasgos abstractos de la noción democracia con la historia de la democracia estadounidense “realmente existente”, peor aún, se empobrece tanto el concepto como la historia; se niega la posibilidad de matizar aquél y se vuelve imposible apreciar los rasgos más originales de la experiencia política allende el Bravo.
Porque, naturalmente, si en alguna parte hay que localizar —y admirar— la potencia de la democracia estadounidense no es en la reelección del presidente Obama, sino en los referenda que acaso legalicen a partir de hoy el consumo de mariguana en Colorado, Oregon y Washington.
0 comments on “Metahistoria del colegio electoral”