por Gerardo López Luna *
Como a cualquier cosa, por necesidad damos significado a los monumentos y esculturas que se instalan en las calles y plazas públicas. Los alegatos constituyentes de 1847 utilizaron el argumento de las “virtudes cívicas” y la necesidad de crear monumentos con la finalidad de educar a los hombres y mujeres para el nuevo orden y convivencia.
A las esculturas erigidas en monumentos las encontramos como santos civiles en altares horizontales que son las calles o en las plazas que son sus nichos. Los reconocemos y, cuando no, si es mucha la duda, buscamos la placa que los identifique; algún dato recordaremos.
Cuando invaden nuestro camino y tropezamos con ellas, nos alienan unos segundos, se instalan en nuestra vida y provocan lo mismo que cuando platicamos con nuestros prójimos. Los vemos-escuchamos y nos preguntamos: qué me dicen, para qué me lo dicen y qué quieren que piense. Quizá para algunas de las esculturas y monumentos que se refieren a nuestra historia patria —como de otros países-—, las respuestas son inmediatas; pero las que desconocemos caen en el olvido o buscamos la información necesaria para significarlos. Al ciudadano que se detiene con interés a ver los monumentos y esculturas, ¿qué le provocan?, ¿acaso respira el oxigeno del nacionalismo y nutre sus glóbulos blancos y rojos con uno verde?
Otros nos sentamos bajo la sombra de los árboles que los rodean y, si el lugar resulta acogedor, hasta los convertimos en puntos de reunión y encuentro. Así se convierte el monumento o plaza en una zona donde existe tranquilidad, descanso y hasta Amor. Los dotamos de un significado sin importar las acciones que evocan —si las hubo realmente.

Para nuestros gobernantes, un monumento significa la oportunidad de hacer política o, mejor dicho, de acercarse a los círculos de poder e influencia que —–según ellos— los llevarán a mejores cumbres; porque nunca se sentarán a admirar el monumento que autorizaron y mucho menos a conocer el pasado que representan. La estatua de Heydar Aliyev, ex dictador de Azerbaiyán, en el paseo de la Reforma es el caso más reciente, pero no el único que también tuvo ése entre sus fines.
No seremos nuevos iconoclastas: me gustan las esculturas y los pedestales. Existen excelentes como la de Carlos IV o la de Pancho Villa que se encuentra en el parque donde los venados le robaron su nombre. Me hacen sentir que provengo de algún lugar y que mi destino se construye.
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