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La iglesia en manos de Joaquín Pardavé

por Luis Fernando Granados *

Son tantos los problemas relativos a la nueva Secretaría de Cultura, tantas las incertidumbres acerca de su intención y estructura, que apenas si hemos reparado en el más simple de todos: el hecho de que su titular sea el último presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Supongo que, como a mí, a muchos les pareció “natural” que Rafael Tovar y de Teresa fuera elevado a la condición de secretario de estado; quizá porque ha sido una presencia familiar en la burocracia cultural del país desde hace más de treinta años, y porque era —debía ser— obvio que detrás del proyecto presidencial se encontrara la mano de su principal subordinado para asuntos de las artes y la “cultura”.

Hasta que Bernardo Ibarrola me encaminó hacia De la paz al olvido: Porfirio Díaz y el final de un mundo (México: Taurus, 2015), yo también pensaba que no importaba el secretario de Cultura en tanto que individuo; que los problemas de la secretaría sólo tenían que ver con el abandono del proyecto estatal fraguado en la primera mitad del siglo XX —cuyos alcances son más notables ahora que el gobierno federal ha decidido escindir del todo la educación escolar de la promoción de las artes y la conservación del patrimonio cultural— y que el verdadero peligro consistía en el sometimiento de la infraestructura artística y educativa al turismo y la exaltación de México en el mundo. Ahora comprendo que el talante intelectual de Tovar y de Teresa es mucho más que un mero dato anecdótico.

Para empezar, porque en la persona de Tovar y de Teresa se reúnen dos circunstancias particulares. Por una parte, se trata del burócrata que más influyó en el modo de ser de Conaculta, toda vez que lo presidió durante once de los 27 años de su existencia (los últimos dos del gobierno de Carlos Salinas, los seis de la presidencia de Ernesto Zedillo y los tres primeros del empleo de Enrique Peña Nieto). Por la otra, ningún otro presidente del Conaculta trató con tanto ahínco de mimetizarse con los intelectuales y artistas que debía gobernar: la novela Paraíso es tu memoria (México: Alfaguara, 2009), el ensayo El último brindis de don Porfirio: 1910: Los festejos del centenario (México: Taurus: 2010) y ahora esta crónica de los últimos años de Porfirio Díaz (me) hacen pensar que Tovar y de Teresa ha tenido la osadía de equipararse con André Malraux, el mítico ministro de Asuntos Culturales de los primeros años de la quinta república francesa.

¿Joaquín Pardavé?
El secretario de Cultura, Joaquín Pardavé.

El problema, claro, es que De la paz al olvido es un libro malísimo. Tan malo, en realidad, que apenas merece ser descrito como un libro de historia. Se trata más bien de una tediosa crónica de sociales, cursi, elitista y superficial como corresponde al género, cuya manufactura revela —en el mejor de los casos— a un historiador arrogante, hechizo y anticuado. Tras leerlo, me avergüenza y me irrita que su autor esté a cargo de administrar la infraestructura cultural del estado —aunque también, por contraste, me reconcilia con la historia profesional universitaria, tan aburrida, tan plagada de citas, tan poco ambiciosa, tan convencional en su lenguaje, y que no obstante tiene mucho más que decir acerca de Díaz y del porfiriato que las trescientas y tantas páginas de De la paz al olvido.

Uno de los momentos más bochornosos y reveladores de esta circunstancia es cuando, hacia el final del libro, Tovar y de Teresa se ocupa del estallido de la primera guerra mundial. Convencido como está de que “Conocer la personalidad, los sentimientos, las ambiciones, miedos, grandezas y mezquindades de los líderes de [la] Europa de 1914 es una estrategia de análisis que nos lleva de lo micro a lo macro, de lo individual a lo colectivo, de lo íntimo a lo público” (247), el señor secretario de Cultura ocupa la mitad del apartado dedicado al asesinato de Franz Ferdinand (271-278) para contarnos las tribulaciones del archiduque a causa de su matrimonio con Sofia Chotek, en especial la ceremonia —celebrada en Viena en 1900— en la que se confirmó que la condesa no sería nunca tratada como archiduquesa ni sus hijos podrían heredar el trono austro-húngaro.

Despropósitos semejantes habían ocurrido desde el principio del libro. Su primer tercio, por ejemplo, es un recuento de las “fiestas del centenario” —literalmente re-cuento, pues de eso iba El último brindis de don Porfirio, re-cuento a su vez del famosísimo álbum compilado por Genaro García, enfocado casi exclusivamente a exaltar los desfiles, los banquetes, la ostentación cortesana de un régimen que a Tovar y de Teresa le parece extraordinario: “en 1910, cuando México celebra las fiestas del centenario, no sólo conmemora su historia y las luchas que lo han vuelto soberano: se trata de festejar las victorias de la modernidad y con ello las de Díaz, su principal impulsor” (60).

De manera semejante, el exilio de Díaz en Europa es reducido a una letanía de paseos, ceremonias, tertulias y caravanas que parece no buscar otra cosa que revelar la gallardía, el prestigio, el patriotismo del ex presidente: que si en los Inválidos lo dejaron tocar una espada que fue de Napoleón Bonaparte —lo que le habría causado una “impresión […] tremenda” (191)—, que si un grupito de nostálgicos fue a visitarlo con una banderita mexicana en el ojal del traje (196), que si la nochevieja de 1911 la pasó en un café de los Campos Elíseos (200), que si un día el káiser de Alemania “no sólo lo saluda con afecto sino que lo invita a la tribuna” para ver un desfile militar (214), que si en El Cairo lo recibieron con honores militares en reconocimiento a una condecoración inglesa que le habían dado en 1905 (217), que si unos comerciantes le ofrecieron un banquete en el Club de Regatas de Santander (254). Etcétera, etcétera.

Entre una y otra anécdota se va tejiendo un relato de las insurrecciones de 1910-1911, del gobierno de Madero, del cuartelazo de 1913, de la explosión revolucionaria, de la belle époque, de la competencia entre los países europeos, que parece extraído de un libro de texto de mediados del siglo XX. Ésta es en efecto una historia de grandes hombres; los procesos sociales, políticos y económicos son, en el mejor de los casos, apenas un diorama, un telón de fondo. Y aun esa historia convencional del fin del largo siglo XIX no consigue disminuir figura de Porfirio Díaz caminando con su bastón de puño de oro por las calles de París o de Biarritz —tan grande como el zar, el káiser, el sultán y otros grandes hombres (114) que, a decir de Tovar y de Teresa, “detentan el poder absoluto en un mundo ordenado y en pleno desarrollo” (272). (Por supuesto, el poder de los parlamentos de Francia, Reino Unido y Alemania es olímpicamente ignorado.)

Es cierto que Tovar y de Teresa proclama una y otra vez —sobre todo al principio y al final del volumen— que al gobierno de Díaz hay que estudiarlo de manera “más compleja e integral para apreciarlo con la justa balanza” (322) y también que hay comprenderlo en el contexto del siglo XIX europeo y latinoamericano. Pero sólo lo hace de dientes para afuera: en las páginas del libro lo que predomina es un aprecio acrítico, ditirámbico, melcochoso, por un régimen que —en sus propias palabras— trajo “paz, prosperidad y renombre a México” (115). Como aquella declaración de principios no es sino la premisa de los historiadores de antaño —idea de imparcialidad importada del derecho, de donde por cierto viene esa bobada del “juicio de la historia”—, es evidente que Tovar y de Teresa no estaba en condiciones de resistir la tentación de emitir un veredicto sobre el porfiriato; lo que se extraña es que ni siquiera fuera capaz de matizar sus afirmaciones, señalando por ejemplo que la paz nunca fue general y que la prosperidad fue sólo para unos cuantos.

Naturalmente, el tono apologético del libro alcanza uno de sus momentos culminantes cuando el tema son los huesos del Llorón de Icamole —y también al evocar la suerte de su viuda. Respecto de lo primero, Tovar y de Teresa es a la vez contundente y oblicuo: Porfirio Díaz era como Alfonso XIII, uno de “esos grandes hombres del siglo XIX que[,] aunque encaminan a su nación hacia la industrialización y la modernidad, no pueden transitar con ellas hacia la modernidad política que exige el siglo XX” (209). Como el rey español derrocado en 1931, Díaz salió al exilio a causa de un movimiento revolucionario; como él, “murió en un país ajeno mientras en el propio nada querían saber de sus huesos” (210).

Pero, vale la pena el comentario, al final y luego de varios años el cuerpo del monarca fue repatriado. Sus restos no volverán a España sino hasta la década de 1980, fecha [sic] en que serán depositados en El Escorial, donde descansan junto a los demás miembros de la monarquía española [210].

Lo de la viuda es más sutil y más mezquino. En el epílogo del libro, Tovar y de Teresa informa que Carmen Romero Rubio vivió sus últimos años en la colonia Roma, muy cerca de la casa de Sara Pérez, la esposa de Francisco Madero. “Las dos viudas, separadas por unas calles, vivían en los extremos de la historia, compartiendo el mismo dolor, el de la pérdida. Dos sombras de la vida de México cuyos esposos protagonizaron una ruptura histórica que modificó el rumbo de México” (311) A continuación recuerda que Sara Pérez recibía una pensión de 30 pesos diarios, otorgada por el congreso federal; ella y sólo ella… y eso que “Carmelita […] trataba a todos con cariño y ternura” (309).

(En fin, otro modo de constatar la hipocresía de Tovar y de Teresa es advertir la manera en que se refiere a los enemigos de Díaz: así los maderistas que se manifestaron en la ciudad de México en mayo de 1911 —e intentaron destruir la redacción de El País— no eran más que “revoltosos” [153]; así los militantes obreros que poco después organizaron una manifestación en La Coruña para recibir al Ypiranga eran simple y llanamente unos “agitadores” [176].)

Remate de su noción de historia, corolario de su nostalgia apologética, el lenguaje de Tovar y de Teresa lo pinta de cuerpo entero: confirma el anquilosado amateurismo de quien está a cargo de proteger y promover la creación artística y literaria del país. En De la paz al olvido, la musa Clío desea enlazar el destino de México con la vida de Porfirio Díaz (32), gusta de retorcer los acontecimientos con ironía (134) y tiene caprichos (293); Estados Unidos es un “gigante del norte” (59); el dios Marte hacía rondines por el México decimonónico (95); cuando Díaz muriera debía encaminarse al Hades (134); el francés es la lengua “de los amplios salones donde se define la política del mundo; pero es también la que se usa en las cartas de amor” (186), y el riesgo de una intervención estadounidense en México “pende en la conciencia colectiva como una eterna espada de Damocles” (203). Pero quizá sea mejor escucharlo en directo:

El 2 de julio de 1915, Porfirio, remontado en la hora final hacia la tibia infancia y la fresca juventud, comienza a hablar de su madre, del mesón de la Soledad y de La Noria. Pero hacia las dos de la tarde, cuando el sol está en su punto más alto, pierde el habla. Carmelita no escatima cuidados, su atención está pendiente de todo lo que Díaz pueda necesitar, de interpretar hasta la mínima seña con que su esposo moribundo le comunica sus últimos pensamientos. Además de su esposa —quien no le suelta la mano helada—, su hijo Firio, su sobrino Lorenzo, su cuñada Luisa y el hijo de ella, Pepe de Teresa, rodeaban la cama del anciano moribundo. Finalmente, la puesta del sol a las seis y media de la tarde de aquel [día del] cálido verano francés de 1915 coincidió con la muerte de Porfirio Díaz, rodeado de su familia y huérfano de su patria [288].

* * * * *

Los historiadores somos algunos malos y otros menos malos, algunos cursis y otros menos cursis, algunos nostálgicos y otros no tanto. No es cosa de asombrase o desgarrarse las vestiduras. Así es el mundo. Lo vergonzoso, lo lamentable, es que uno de ellos, uno de nosotros, esté hoy a cargo de la Secretaría de Cultura —o lo que es lo mismo, encargado de dirigir lo que hasta ahora fue el INAH, el INBAyL y el SNC, con sus museos, sus investigadores, sus artistas, sus exposiciones, sus conciertos, sus fondos editoriales. Y lo es todavía más puesto que el porfirismo de Rafael Tovar y de Teresa no se limita a añorar los buenos tiempos en que se amarraban a los perros con longaniza. Aunque semejante en la forma a la de Susanito Peñafiel —alguna vez uno de los personaje emblemáticos de Joaquín Pardavé—, la melancolía porfirista del secretario de Cultura es un gesto político; es o puede convertirse en política cultural. Por eso es mucho más peligrosa.

En uno de los pasajes más desafortunados del libro, Tovar y de Teresa decide defender la “idea de cultura” que se derrumbó con el régimen de Díaz. ¿Está mal que haya desaparecido ese “mundo regido por valores específicos”? Su respuesta es iluminadora: “si se lo piensa bien, que los jóvenes de las clases media y alta […] tuvieran instrucción musical no sólo como parte de su formación, sino como el ejercicio de una actividad lúdica y social, daba a la gente el conocimiento necesario para apreciarla, sinónimo de disfrutarla [la música]”. Todavía más: “También en el campo, terreno natural de la música y la poesía, se estaba en constante cercanía con éstas, que no son otra cosa sino la materia prima de la canción popular.” Y para rematar: “Lo mismo puede decirse de la poesía, a la que tanto se le criticó después [por] recitarse de memoria. ¿Pero no era la memoria una forma de preservarla [la poesía] y de hacerla presencia cotidiana en la vida de la gente, lo mismo del elegante señor que del cantor popular?” (170).

Así que ya lo saben los músicos y los poetas que en el futuro quieran recibir becas del Sistema Nacional de Creadores o presentarse en alguno de los recintos que administra nuestra flamante Secretaría de Cultura: el futuro es el pasado de la «cultura» y las artes.

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