por Rubén Amador Zamora y Luis Fernando Granados *

La decisión de otorgar la medalla Belisario Domínguez a un señor que se murió en 1972 —sí, por supuesto, un señor muy importante— puede leerse, alternativamente o en tándem, como a) prueba de la falta de imaginación del senado de la república, b) evidencia de que el método “pluripartidista” de selección del recipiendario es completamente absurdo, c) indicio de que la medalla está convirtiéndose en una guirnalda fúnebre en lugar de ser una ocasión para honrar a los vivos, d) confesión de parte del establishment panista de que ninguno de sus héroes culturales se merece el homenaje de la república, e) una afirmación de que el nuevo-viejo régimen quiere restaurar también la irrelevancia que caracterizó a la medalla durante casi toda su vida, y f) una invitación para que el año próximo se proponga a los señores Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos como merecedores de la presea, toda vez que, ¿cómo dudarlo?, son de esos “hombres y mujeres mexicanos” que se han “distinguido por su ciencia o su virtud en grado eminente, como servidores de nuestra patria o de la humanidad” (como dice el artículo 8 del reglamento correspondiente).

El caso es todavía más ridículo puesto que, como se recuerda —y si no, aquí está una nota de La Jornada al respecto—, Manuel Gómez Morín no era siquiera la primera opción de los senadores del PAN. Ese honor se lo habían reservado al Alonso Lujambio, el consejero del IFE, presidente del IFAI, y secretario de Educación Pública muerto en septiembre del año pasado, y cuyas exequias, como Bernardo Ibarrola hizo notar en este espacio, sirvieron a Felipe Calderón para cultivar su necrolatría. Al menos en ese trance, las otras facciones parlamentarias se comportaron con un mínimo de decoro y bloquearon la propuesta. (Que Lujambio, por cierto, ya tenga estatua —en León: con libro y toda la cosa— y vaya cobrando fama de estadista es tan difícil de explicar que es mejor ni siquiera intentarlo.)

Uno de los siete sabios
Uno de los siete sabios

Si ya era mala cosa que un personaje como Gómez Morín fuera plato de segunda mesa, lo es todavía porque su incorporación post mortem a la “orden mexicana de la medalla de honor” de marras no hace sino profundizar la deriva de una condecoración que, a despecho de sus orígenes demagógicos, había ido reivindicándose como un reconocimiento del gobierno federal —o sea, como quiere la teoría política liberal, de la representación ciudadana— a uno de sus ciudadanos eminentes. Pero no porque Gómez Morín sea “indigno” de tal “honor” ni, mucho menos, porque haber fundado el partido que casi setenta años después lo propuso para recibir la medalla lo invalidara como ciudadano: sería pueril y mezquino no reconocer su importancia como hombre público, cofundador del estado posrevolucionario para más señas y eventual paladín de la oposición decente. El problema es más bien que cuatro de los siete premiados desde 2007 —Carlos Castillo Peraza, Antonio Ortiz Mena, Javier Barros Sierra y Ernesto de la Peña— estaban muertos y enterrados a la hora de ser reconocidos por el senado, y eso contradice, o devalúa, el sentido del homenaje en los términos que la presea fue concebida en los años cincuenta. (Como  Miguel Ángel Granados Chapa estaba barely alive en 2008, quizá la lista de los premiados vivos tendría que reducirse a Luis H. Álvarez y a Cuauhtémoc Cárdenas.)

De cualquier forma, lo más significativo del episodio es que confirma de manera elocuente la profundidad de la crisis por la que atraviesa la “nación” panista. Su incapacidad para pensar en términos civilizatorios a propósito de la medalla sólo es comparable al modo en que los gobiernos federales del PAN se vieron precisados a celebrar las efemérides nacionalistas en 2006 y 2010: con abulia y sin imaginación. Si los senadores panistas no pudieron identificar entre la intelectualidad y la clase política a alguien que encarnara o pareciera encarnar su visión del mundo de manera no partidista, a alguien que compartiera esa inestable aleación de conservadurismo católico, liberalismo de derechas y “responsabilidad” nacionalista que precisamente Gómez Morín representó y ayudó a articular en 1939, entonces es que, o los senadores viven cada vez más aislado de sus “bases” socio-culturales, o ese modo de entender el pasado, el presente y el futuro del país —alguna vez tan vigoroso y extendido—tiene que contarse también entre las víctimas del neoliberalismo. Premiar de este modo a Gómez Morín fue más que una victoria política pírrica; es sobre todo un indicio de un profundo fracaso cultural.

1 comments on “Medalla pírrica

  1. ¿Fracaso cultural o fracaso de la cultura institucionalizada? Estoy de acuerdo con el planteamiento, pero considero importante arrojar esta pregunta. Por ejemplo, en este año el GDF convocó nuevamente al premio Heberto Castillo. Si uno revisa las bases del concurso, cualquier ciudadano defeño con trayectoria académica podía concursar. Concursé, aunque veía difícil ganar. El punto es que el ganador fue Juan Ramón de la Fuente… y aquí es donde entra mi crítica: ¿para qué hacer un concurso tan abierto si se espera que el o la ganadora sean ya inminencias? ¿no sería mejor que estos concursos los ganaran nuevas caras, que suponen para el conocimiento y la cultura un aire regenerador? Cuando supe que de la Fuente ganó, sinceramente me enojé mucho porque pensaba que el premio sería para una persona que con su trabajo de diario está construyendo su carrera… una nueva propuesta, un refresh.
    No sólo se galardona a los muertos. La intelectualidad mexicana ya es una intelectualidad «de bronce», una intelectualidad vieja que no permite abrir paso a los jóvenes. Saludos

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