Emilio de Antuñano
Conocí a Luis Fernando en la Universidad de Chicago en 2009, cuando él trabajaba ahí como investigador postdoctoral y yo iniciaba una maestría. En la primavera de 2010 tomé con él un reading course sobre la historia de la ciudad de México, experiencia feliz y definitoria que me decantó hacia la historia urbana que ya no abandonaría. Una vez por semana nos sentábamos en alguna banca en los jardines de la universidad y conversábamos mientras Luis fumaba un cigarro. Sabía muchísimo sobre la historia de la ciudad, por supuesto, pero transmitía a sus estudiantes humildad y curiosidad infinitas, como si él también fuera un estudiante aprendiendo nuevos datos, descubriendo relaciones invisibles –entre St. Domingue y el Bajío, la ciudad de México, París y Filadelfia– y formulando las hipótesis más iluminadoras y aventuradas.
Ante la invariable pregunta académica (What do you study?), Luis solía responder que contaba indios. I count Indians, decía, burlándose de los historiadores que (solamente) hacen tablitas y gráficas y de académicos empeñados en descubrir una esencia inmutable –racial, étnica, cultural o lingüística– en lo indígena. Su tesis doctoral, en efecto, contaba indios, examinando meticulosamente una serie de censos de tributarios para preguntarse qué significaba ser un indio en la ciudad de México de finales del siglo dieciocho. Responder a esa pregunta lo llevó a repensar la categoría “indio” (esencialmente política y no cultural) y las historias de la colonia, la ciudad de México y las ciudades tout court (conceptos y teleologías como migración, industrialización, segregación, etc.).
A contracorriente de la historiografía dominante, en su último libro –En el espejo haitiano– reinterpretaba las guerras de independencia como revoluciones populares, prefiguradas (y acaso algo más) en la revolución haitiana. Decía Mauricio Tenorio que sus estudiantes lo idolatrábamos. Es cierto. En Luis se conjugaban la sabiduría del lector voraz –lo leía todo, política, antropología, sociología, muchísima literatura– con la generosidad del maestro que descubre, en la idea más rudimentaria, la semilla de un paper o una tesis doctoral. Sus textos estaban plagados de provocaciones, juegos de palabras, conexiones y contrapuntos inesperados, referencias cifradas y un mar de alusiones literarias. Había algo barroco en su prosa límpida, como si algunas de las contradicciones que estudiaba –el barroco, el neoclásico, la cultura popular– hubieran transmutado en su pluma. (“Baroque Grammar, Neoclassic Synthax,” se titulaba uno de los capítulos de su tesis doctoral.)
Pasamos muchas tardes conversando sobre la historia y la vida en cantinas y bistrós, entre cafés, tarros de cerveza, copas de vino y los cigarros que Luis rolaba con método y parsimonia. Una madrugada del verano de 2010, saliendo de una cena en Hyde Park, fuimos atracados por una pareja que se besuqueaba en una esquina. Cuando pasamos junto a ellos nos encañonaron con una pistola, robándonos carteras y teléfonos. (Fuimos víctimas del amor, diría él después entre risas.) Perdimos algunos dólares, pero nos hicimos de una historia. La mañana siguiente nos metimos a un bar para mirar el juego entre México y Francia, en el Mundial de 2010. Ahí conocimos a Sylvia, pareja de Luis por varios años. Esa misma mañana, después del juego, recibimos una llamada de la policía, citándonos en la comisaría. Habían encontrado a los asaltantes, integrantes de una banda que había atracado a varias personas más la misma noche. Como parte de una investigación cuya lógica se nos escapaba (¿algún asaltante buscaba hacer un trato con la policía?, ¿era nuestro caso parte de una investigación más extensa?), la policía nos alineó frente a un vidrio polarizado para que los delincuentes pudieran identificar a quién habían asaltado. Un clásico lineup de Hollywood, pero al revés. Reconocieron a Luis con facilidad: medía casi dos metros, llevaba una barba tupida y era el único tipo de manga larga y saco en el verano de Chicago. Nunca le vi en manga corta.
Ya nunca dejamos de frecuentarnos, encontrándonos casi todos los veranos en la ciudad de México o en congresos en Chicago, Austin o Guadalajara. El profesor que parecía no tomarse en serio era una figura legendaria en esos eventos solemnes, donde formulaba preguntas provocadoras e irreverentes (estudiantes doctorales y vacas sagradas recibían el mismo tratamiento) que sin embargo se dirigían al corazón de la cuestión, ayudándonos a mirarla baja una nueva luz.
Era el tipo más generoso que he conocido. En más de una ocasión me hospedé en su departamento en República de Cuba en mis tiempos de estudiante sin un quinto (no creo que yo fuera especial, muchos fuimos beneficiarios de esa generosidad), y escribí varias páginas de mi tesis en su biblioteca, amparado por sus libros. Era aún más generoso con su tiempo y sus ideas, que estoy seguro cobrarán nueva vida entre sus lectores, alumnos y amigos. Tenía una sed inacabable de vida, lecturas, viajes y placeres, y un desprecio profundo hacia las hipocresías, mezquindades y corrupciones que plagan la vida académica y que más de una vez sufrió.
Nos vimos por última vez en Austin en marzo de 2020, unos días antes de que el mundo cambiara. El mundo cambió, me escribió en uno de sus últimos correos, cuando me contó de su enfermedad y sus estragos. El mundo de quienes lo conocimos y lo queremos cambió también, es hoy más pobre sin su generosidad e inteligencia. Descansa en paz, querido Luis, que germinen las muchas semillas que en tu vida y tus textos sembraste.
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