Georgina Rodríguez Palacios
Varios cruces y lazos me acercaron a LR. Adolfo Gilly, sus amigos, mi pareja, quizás hasta el alcohol. Pero algo inesperado me acercó de otro modo, algo de lo que me enteré una tarde en el departamento de Cuba, entre vinos y lasaña: que iba a entrar a trabajar a la Ibero como profesor encargado de la parte editorial en el Departamento de Historia. Yo llevaba cerca de un año en el cargo de coordinadora editorial de la universidad. Por la centralización de la estructura, las publicaciones de todas las áreas pasaban por mis manos, con lo que el nuevo trabajo de Luis supondría que colaboraríamos de alguna manera. Y así fue.
Unos días antes de su ingreso escribí un textito, que es lo que escribo, en el que despotricaba entre broma y broma contra los profesores que se publicaban entre sí en libros coordinados sin estándares, sin criterios, incluso sin ética. Nomás por puntitos para el SNI. El textito anduvo circulando entre amistades en común (El Presente del Pasado apenas despegaba) y, cuando llegó a manos de Luis, me mandó un mensaje en el que decía que le había gustado por “amargoso pero con gran sentido del humor”: “Lo que debería ocurrir —agregaba— es que los libros colectivos desaparecieran de la faz de la tierra. Mientras tanto, sólo te aseguro que no te voy a dar ningún libro así”. Poco duró el cometido.
Qué tiempos extraños, cuando nos encontrábamos en los pasillos o nos regresábamos juntos en el camioncito de trabajadores. Qué risa me daba la imagen de Luis trepado en una ecobici, como me contaba que se transportaba, desde el centro hasta la parada del camión que subía a Santa Fe.
Para mí, el tiempo en la Ibero transcurría gris y áspero; en la oficina había un ambiente insípido e incluso hostil. Cuando llegó Luis me confortó saber que podía asomarme a la ventanita de su cubículo y ver si le apetecía comer juntos. Pero qué pronto se le empezó a notar desencajado también a él. Tantas cosas le disgustaron desde el primer momento: que si las materias, que si la carrera, que si las exigencias burocráticas. En unos meses ya éramos dos los quejumbrosos que escapaban a la cafetería del fondo o a la entrada de atrás para echar humo.
No me sorprendió cuando me contó que iba a renunciar, menos de un año después de haber entrado. Luego de la Ibero lo vi dando tumbos, saltando de una institución a otra, no sin rumbo pero sin plaza fija. Al poco tiempo renuncié y di tumbos también. Hasta mi país dejé buscando quién sabe qué posibilidades de ser.
No me sorprendía por ti, querido Luis, pero sí por el mundo que dejaba escapar un figurón de tu tamaño. Lo cierto es que un día encontraste, por fin, tu lugar. Me da esperanza, capaz que algún día igual yo encuentre un huequito donde acomodarme. Y si tiene pan dulce a la mano, como el tuyo, mejor.
Este memorial digital que se armó con tu partida, en el que tantas personas han contado de ti, me confirma lo que tenía claro ya desde esos años: Que excedes, por mucho, lo que veían algunos despistados desde fuera, en Santa Fe. Ahora aprecio todavía más lo generoso que fuiste con esta pequeña persona que soy, leyendo y publicando pequeños textos míos, brindando y compartiendo hasta en ese pequeño departamento en el que nos visitaste.
¿Y ahora? ¿Qué hacemos las pequeñitas como yo sin ti?
Bonitas y sentidas palabras hacia la memoria de un Historiador que no conocía y al cual con lo que se ha publicado desde ya me daré a la tarea de leerlo.
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