Bitácora

Carta 1. Luis Fernando, el de Georgetown

Fernando Pérez Montesinos

Yo no conocía a Luis Fernando como “La Rata”. Sólo mucho después supe que así le decían sus amistades de más atrás y que se lo decían con mucho cariño. Yo llegué cuando la época de Georgetown. Y apenas lo pesqué. Yo era el último de una serie de estudiantes mexicanos que a lo largo de los años llegaron a Washington D.C. para estudiar con John Tutino en aquella universidad. Tengo entendido que Luis—yo le decía sólo Luis—fue uno de los primeros y ya estaba por acabar sus tesis de doctorado. A mí me tocaba apenas comenzar.

El recuerdo puede tener algo de inventado, pero creo que la primera vez que nos encontramos fue en un bar en Arlington muy cerca de Georgetown, a unas cuantas cuadras cruzando un puente que separa a D.C. del estado de Virginia. El sake y las botanas (appetizers les dicen por allá) eran legendarios por baratos, al menos durante la hora feliz. Y fueron muchas las horas felices que pasamos ahí y en otros lugares, rodeados de pupusas y margaritas, de hamburguesas y de chelas, de postres y cafés.

En aquel primer bar también estaban Okezi Otovo, Verónica Vallejo, Elizabeth Chávez y Rodolfo Fernández. Faltaban Alejandra Ezeta y Marisabel Villagómez y otros más que yo no conocía, pero ese fue el grupo de latinoamericanistas que me recibió y del que Luis ya era parte. Nos caímos bien. Quizá porque yo también era chilango, porque ambos fumábamos o porque el inglés se me cuatrapeaba tanto o más que a él cuando empezó el doctorado. Mucho ayudó que todas y todos en ese grupo eran personas generosas y genuinas, interesadas en política e historia, pero sin el espíritu competitivo y fanfarrón de tantos programas de posgrado. En ese grupo no había jerarquías, sino experiencias compartidas y ganas de comer, beber y convivir.

Luis era el único que podía aducir cierta alcurnia, pero nunca lo hizo. A diferencia de tantos otros en el mundo académico, él sacaba lo mamón sólo en contra de aquellos que buscaban “afirmar rango” y achicar a los demás para agrandarse a sí mismos. Ese espíritu anti-estamental, ahora que lo pienso, me uniría mucho a él. Fue parte fundamental de su trato personal y de sus escritos y actividad política. Él decía que sólo empezó a sentirse más cómodo en D.C. cuando se cambió al barrio salvadoreño, donde la ciudad se volvía más viva y menos fresa. Y no es que no le gustara la vida fresa o mejor dicho la vida burguesa: el vino tinto, el café espresso, la sinfónica, el corte de carne término medium rare. Ese nunca fue el punto. Lo que importaba siempre es que nada de eso lo ponía por encima de los demás.

En realidad, antes de Georgetown, yo no sabía mucho de Luis. Miento. Ya había leído su Sueñan las piedras. Puedo estar equivocado, pero lo hice siguiendo la recomendación de Adolfo Gilly cuando nos dirigía la tesis de licenciatura a Gina y a mí. Lo que es seguro es que Adolfo no tenía sino elogios para aquel libro. Por entonces, él nos abría las puertas a los textos de Ranajit Guha, Barrington Moore, James C. Scott, Walter Benjamin, E.P. Thompson. Cómo sería de bueno Sueñan las piedras que de entre tanto peso pesado a Adolfo se le ocurrió que también teníamos que leerlo. Yo que era de Polakas y no de Filos, tendía a preferir la teoría, lo abstracto y la historia panorámica. El libro de Luis enseñaba que, si se les interrogaba con sentido, como decía Marc Bloch, las piedras podían contar procesos históricos enteros.

En Georgetown Luis encontró el ambiente propicio para hacer florecer su pasión por el detalle y el documento y su interés por abordar de manera crítica grandes coyunturas y procesos. Nunca tomamos clases juntos, pero pude constatar por qué ese ambiente era ideal. Aunque cada uno por su lado y de distintas formas y en distintos momentos, ambos descubrimos que ni México ni Europa eran el ombligo del mundo. Leímos sobre China y la Great Divergence, sobre la revolución haitiana, sobre Túpac Amaru y Túpac Katari y el mundo andino, sobre Estados Unidos como una república esclavista, sobre lo mal que está decirle a la guerra civil estadounidense “guerra de secesión”, aprendimos a ver con seriedad la experiencia de las repúblicas latinoamericanas.

Y luego, por supuesto, estaban los seminarios de John que lo conectaban todo. Nosotros sabíamos del Tutino de De la Insurrección a la revolución en México y de su alcance analítico y comparativo. Pero también nos tocó la etapa de Making a New World y eso nos dio a los dos y a tantos más (muchos que ni siquiera estaban directamente interesados en América Latina) nuevos lentes y herramientas para ver y escribir nuestras propias historias. Todo eso encontró salida, tiempo después, en El Espejo Haitiano.

Después de Georgetown vendrían Chicago y Sevilla, Poughkeepsie y la Ciudad de México. Y vendría también, claro está, el Observatorio de Historia y El Presente del Pasado. Con el paso de los años, esos primeros sakes se nos hicieron mil más uno. También se multiplicó la gente a tu alrededor y, como un buen amigo tuyo recién escribió, todos y todas nos conocimos a través de ti. Todavía hubo tiempo de que me invitaras a Xalapa y de yo te invitara a Los Ángeles. ¡Las caras de mis estudiantes mientras tú les hablabas de la Nueva España y de Haití!

“Se me fue mi compa”, le escribí a una colega que me contactó para mandar su pésame.  Luis el de Georgetown era mi compañero de ideas, grillas y parrandas. Su partida me tiene aún estremecido y entristecido. Y sin embargo, no estoy solo y eso habla bien de él y me da consuelo. Luis solía despedirse en sus correos electrónicos con un “Salud”. Yo siempre le contestaba, “Cámara”.

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