Álvaro Alcántara López
¿Cómo ver lo que no quiere verse? ¿Cómo cuestionar, transformar, erradicar, lo que se niega una y otra vez? En años recientes ha ido en aumento la discusión en torno de la práctica y persistencia del racismo en México. Y no obstante los decididos esfuerzos que vienen realizando organizaciones sociales, creadores artísticos, redes de investigación, investigadoras, proyectos académicos, colectivos y asociaciones civiles, comunicadores y el mismo Conapred, queda mucho por hacer.
Según una creencia ampliamente difundida, en nuestro país el racismo es cosa de otros, no de los mexicanos. Para reforzar esta opinión, las instituciones gubernamentales, sus funcionarios, los medios de comunicación masiva y amplios sectores del mundo académico rechazan o simplemente ocultan la discriminación racial que muchas personas experimentan a diario. Y cuando no se animan a negarlo u ocultarlo, las prácticas racistas buscan justificarse bajo el lugar común del sentido del humor y la ironía. Si nuestra atención se centra en los distintos grupos, sectores y estratos de la sociedad, el resultado es muy similar: del racismo no se habla y México no es un país racista.
Como nos lo han explicado diversos trabajos, el racismo es una ideología expresada en comportamientos, prácticas sociales y actos de habla que postula la existencia de razas, unas “superiores” y otras “inferiores”. Esto ha llevado a socializar la creencia de que algunos seres humanos son más inteligentes y capaces que otros. Para apuntalarla, la apariencia física ha tenido un papel fundamental, asignando a las personas atributos positivos o negativos en función de su fisonomía, de su color de piel. Si bien los estudios genómicos y genéticos han demostrado la inexistencia —bajo criterios científicos— de las razas, lo cierto es que la convicción en su existencia se encuentra más que arraigada en la imaginación social. Mientras tanto, desde la investigación académica, las luchas políticas y la reivindicación social, se siguen haciendo notables esfuerzos para combatir el racismo.
Reconocer el racismo que históricamente se ha ejercido y se ejerce sobre las personas indígenas, negras o morenas en México no parece una labor sencilla. Requiere de inteligencia, determinación, reflexividad y autocrítica; sensibilidad, empatía y generosidad. Los trabajos más recientes sobre las distintas formas de discriminación que se ejercen en México han puesto de relevancia el entrecruzamiento del racismo con el clasismo, la xenofobia y el machismo. Otros han llamado la atención sobre la importancia del color de piel en la estratificación social y su relación con la distribución de la riqueza y las oportunidades laborales. Y otros advierten sobre los privilegios de la blancura de la piel y las dinámicas de blanqueamiento en la sociedad mexicana.
Si darse cuenta del racismo ejercido hacia la población indígena ha sido harto complicado, reconocerlo en la población de origen africano o afrodescendiente resulta tanto o más difícil, en buena medida porque su historia y aportes a la cultura nacional permanecen silenciadas. (Aunque en fechas recientes se ha vuelto común el empleo de las voces afrodescediente o afromexicano, términos como moreno, negro, costeño o jarocho siguen utilizándose como expresiones afirmativas de identidad colectiva.) Pienso de entrada en dos razones: primero, porque durante mucho tiempo se ha pensado que “en México no hay negros” y si los hay “vinieron de Cuba”; segundo, porque en la construcción del discurso identitario nacional la población afrodescendiente se convirtió en “el otro del otro”, tal como lo ha explicado Elisabeth Cunin (el primer “otro” de esta relación ha sido el indígena).
Pese a esfuerzos realizados, por ejemplo, por investigadoras como María Elisa Velázquez, Cristina Masferrer y Citlali Quecha, las valiosas trayectorias individuales de mujeres y hombres afrodescendientes a lo largo del tiempo han estado prácticamente ausentes de la enseñanza de la historia y de los libros de texto y, cuando acaso aparecen, casi siempre lo hacen desde visiones estereotipadas que los inferiorizan y denigran. En ese sentido, y aunque pueda parecer inverosímil una vez alcanzada la primer veintena del siglo XXI, tres retos se presentan de manera urgente a la enseñanza de la historia y difusión del conocimiento histórico en medios de comunicación masiva: 1) mostrar que la afrodescendencia va mucho más allá de la esclavitud; 2) comprender que África es un continente y no un país, con una inmensa diversidad cultural, lingüística, social y étnica que vino a enriquecer la conformación de la sociedad mexicana contemporánea, y 3) que reconocer la afrodescendencia no un asunto que dependa solamente del color de la piel.
Como es bastante conocido, la historiografía ha puesto mucho interés en estudiar y comprender la conformación histórica de las configuraciones regionales, las formas de dominación ejercidas por las oligarquías y grupos de poder hacia los grupos populares o analizado consistentemente el papel que indios, negros o mulatos del periodo colonial tuvieron en la integración de las regiones novohispanas a la economía global. Pero también es justo decir que hasta ahora la práctica histórica ha sido muy poco atenta para estudiar los efectos de dichos procesos en la interiorización secular de indígenas y afrodescendientes bajo criterios racistas o en la naturalización del racismo y otras formas de discriminación que encuentran sofisticadas formas de manifestarse en el México contemporáneo.
Si el estado de Veracruz fue pionero en el reconocimiento de los aportes de la población de origen africano a sus procesos culturales y sociales bajo el lema de la “tercera raíz”, dicha formulación merece ser revisada a la luz de nuevas investigaciones que muestran el protagonismo demográfico y social de la población afrodescendiente en varias regiones del estado. Lejos de ser la tercera, la herencia afrodescendiente constituye en no pocos lugares del estado la primera o segunda influencia sociocultural. Como su complemento, la exaltación de los atributos físicos de las negras y los negros, su destreza en y proclividad para las artes amatorias o su “natural” inclinación y talento hacia el baile y la música, retomados desde la construcción oficial y popular de la identidad jarocha, no hacen sino reforzar el relato colonial y perpetuar “en positivo” estereotipos desde los cuales se discrimina a la población por su color de piel y fisonomía. Tal como lo han planteado los trabajos de Christian Rinaudo, José Antonio Flores Martos y Odile Hoffmann, este aspecto constituye un pendiente igualmente urgente de revisar y reformular, lo mismo desde la antropología y la historia que desde los estudios literarios, folclóricos o etnomusicológicos. Y pese a cualquier pronóstico optimista, el estado de Veracruz tiene mucho por hacer en el combate al racismo y otras expresiones cotidianas de discriminación y violencia.
La naturalización e invisibilización del racismo hacia la población afrodescendiente o morena de este país adquiere tales proporciones que a amplios sectores de la sociedad mexicana les parece imposible e impensable que sus acciones y dichos constituyan prácticas racistas, por el simple hecho de 1) haber hecho estudios profesionales y de posgrado, 2) ser progresistas, democráticos y liberales, 3) ser ellas y ellos mismos indígenas, afrodescendientes o morenos, o 4) porque su trayectoria a favor de otras causas sociales y políticas está más que demostrada. Pero lo cierto es que en la medida que entendamos que la ideología y práctica racistas atraviesa el corazón mismo de las relaciones sociales y se encuentra reforzada institucionalmente, podremos empezar a preguntarnos si el racismo nos habita y cómo podemos empezar a visibilizarlo y erradicarlo de nuestra vida diaria. Una mirada atenta al contenido de nuestros actos de habla más cotidianos y aparentemente más inocentes, a los chistes y bromas que aprendimos en el entorno familiar y con el grupo de amistades más cercanos nos permitirá ver —sólo si queremos, claro está— que el racismo se nos presenta como aquel “traje del emperador”. Y detrás de éste, el machismo, la xenofobia y el clasismo siguen levantando la mano para hacerse visibles y empezar a ser discutidos públicamente, familiarmente, personalmente.
Con la publicación —en el Diario Oficial de la Federación, el 9 de agosto del 2019— de la reforma al artículo segundo de la constitución, en donde se reconoce a los pueblos y comunidades afromexicanas (cualquiera que sea su denominación) como parte de la composición pluricultural de la nación, se ha dado un gran paso para que la sociedad mexicana empiece a reconocer el aporte de las y los afromexicanos a la cultura e historia de nuestro país.[1] Pero esto no se hará en automático ni por decreto. Implica el esfuerzo de muchas y muchos desde distintos frentes, empezando por revisar las nociones, discursos y prácticas cotidianas de las instituciones gubernamentales y sus funcionarios. Significa también un replanteamiento de fondo de los contenidos y supuestos que han organizado la enseñanza de la historia del país, las regiones y las entidades federativas.
Vivimos en un país donde el color de la piel importa e importa mucho; en el que históricamente se ha menospreciado a la población indígena por serlo; donde se le ha ridiculizado y ofendido por “no hablar bien” la que hasta hace unos años era la lengua oficial. Vivimos en un país que distingue a la gente “bien” y “de buena cuna” a partir de la percepción económica, su nivel de estudios, su manera de hablar o el tono de su piel. Y cuando estos criterios no son suficientes para sostener que existen personas que son superiores y otras inferiores, los gustos artísticos, el exquisito paladar o los conocimientos y gustos culturales salen a reforzar una desigualdad histórica. Se podrá decir mucho, pero es necesario plantearse cómo revertir, transformar una violencia que viven tantos y tantas en México: el estigma de ser moreno.
La publicación, el año pasado, de Estudiar el racismo: Afrodescendientes en México, coordinado por María Elisa Velázquez, constituye un acercamiento colectivo inteligente y sensible para reflexionar en clave histórica, antropológica, sociológica y estética el racismo en México y sus efectos e implicaciones cotidianas en la población de origen africano. Desde la coordinación del Programa Afrodescendientes y diversidad cultural del INAH, María Elisa Velázquez ha empujado la publicación de diversas trabajos que tienen como objetivo sacar del anonimato la historia de la afrodescendencia en nuestro país. (Dichos materiales pueden descargarse gratuitamente aquí.)
Otro esfuerzo académico que me parece oportuno reconocer aquí es Caja de herramientas para identificar el racismo en México, coordinado por Gabriela Iturralde y Eugenia Iturriaga (México: Red Integra-Afrodescendencias en México, 2018 —disponible aquí.). Este libro constituye un esfuerzo notable de divulgación científica que busca poner al alcance de públicos amplios los planteamientos más recientes del mundo académico para reconocer el racismo y lograr su erradicación en nuestro país. Como bien anota Gabriela Iturralde, “Para desaprender el racismo y pensar en posibles caminos para su eliminación es imprescindible que identifiquemos cómo lo aprendemos”. En consonancia con las palabras de esta antropóloga, pienso que reflexionar individual y colectivamente en cómo hemos aprendido el racismo constituye un paso fundamental para empezar a ver lo que hasta el momento no hemos podido o querido ver.
Y sí tiene nombre: se llama racismo. Y se halla igualmente presente entre las y los académicos de los centros de investigación y universidades de educación superior, entre los compañeros del equipo de béisbol y en los funcionarios y servidores públicos, lo mismo que en los dichos que aprendimos del abuelo más querido, de nuestras madres y padres o en la escuela de nuestra más tierna infancia. Y porque se trata de todo un sistema de pensamiento, de una creencia que inferioriza a las personas y se refuerza y afirma institucionalmente, de prácticas sociales y actos de habla que por naturalizarse se han vuelto imperceptibles a primea vista, es que debemos hacer un esfuerzo enorme por erradicar el racismo. Desde la inteligencia, la determinación, la sensibilidad, la comprensión, el cariño, la escucha atenta.
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[1] El nuevo inciso C del artículo 2 de la constitución dice: “Esta constitución reconoce a los pueblos y comunidades afromexicanas, cualquiera que sea su autodenominación, como parte de la composición pluricultural de la nación. Tendrán en lo conducente los derechos señalados en los apartados anteriores del presente artículo en los términos que establezcan las leyes, a fin de garantizar su libre determinación, autonomía, desarrollo e inclusión social.”
Del reconocimiento y respeto a la diversidad étnica y cultural, la multiculturalidad, debemos avanzar hacia la promoción de las relaciones entre las diversas comunidades culturales, la práctica de la interculturalidad, fuente del desarrollo cultural, componente del desarrollo humano. Saludos. Cuídense
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Exactamente, es todo un sistema de pensamiento interiorizado desde la infancia y desde todos los ámbitos del desarrollo. Tarea no fácil disminuir el racismo, pero la construcción de un nuevo acuerdo de convivencia social inclusiva lo puede atenuar.
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