Alicia del Bosque
La Orquesta Sinfónica de Minería dedicó su concierto de ayer a la memoria de Arcadi Artís, el autor de la sala Nezahualcóyotl de la UNAM. Antes de dirigir las sinfonías 1 y 3 de Beethoven, Carlos Miguel Prieto dijo que el público y los integrantes de la orquesta debíamos estar agradecidas de que Artís no hubiera proseguido su carrera musical —estudió violín en el Conservatorio Nacional—, pues de otro modo la magnífica sala de conciertos donde ocurrieron las cosas no habría sido tal cual es. Como la Neza, la mayor parte de los edificios del Centro Cultural Universitario —excepción hecha del MUAC— fueron diseñados por Artís a mediados de los años setenta del siglo pasado. Así que en realidad se quedó cortó el director de la OSM: también los actores, dramaturgos, bailarines, coreógrafos, cineastas y sus diversos públicos —la comunidad universitaria en su conjunto—, pueden, deberían sentirse agradecidos con la obra del arquitecto mexicano-catalán que murió a principios de 2018.
El reconocimiento es importante de suyo, pero también porque el agravio que Artís sufrió hace unos años no ha sido cabalmente reparado: aunque la placa que establece la autoría del proyecto en el vestíbulo de la Neza incluye de nuevo su nombre —al contrario de la que apareció en ese lugar en 2010—, no afirma de manera inobjetable la responsabilidad de Artís. Si en lugar de un edificio se tratara de un texto, podría decirse que Artís fue el primer autor de la Neza —como del CUC—, pero la placa lo reconoce apenas como uno de los responsables, sin establecer su lugar en el proceso creativo y constructivo del centro cultural. Ojalá que el gesto de ayer contribuya a que la UNAM termine de corregir el entuerto en el futuro próximo. El momento político se antoja particularmente propicio, pues la obra arquitectónica de Artís formó parte de una manera de entender la educación superior que se supone está de nuevo en el interés del estado: esto es, aquél donde las humanidades y las artes no son adornos sino que se comprenden como ingredientes centrales de la formación profesional.

La trayectoria profesional de Artís es un ejemplo prístino de lo mucho que la “educación” artística y humanística puede hacer en favor de un tipo diferente de desarrollo. De entrada, claro, debido a su “multiculturalidad” íntima, doméstica. Al contrario que los millones de personas que deben lidiar con sus orígenes de forma oculta o culpígena —particularmente los hablantes de lenguas mesoamericanas—, todo indica que en Artís lo catalán y lo mexicano coexistieron desde el principio sin reclamar una exclusividad que hubiera sido imposible de cualquier modo, nutriendo su cosmovisión con dos universos lingüísticos que antes que competir se enriquecieron mutuamente. Primera lección, entonces: las lenguas, todas las lenguas —no sólo el inglés—, expanden las posibilidades del pensamiento y la sensibilidad más de lo que se admite regularmente.
Lo mismo puede decirse de tocar violín y terminar dedicándose a la arquitectura. Lo que la música enseña y promueve puede no estar directamente relacionado con la práctica de un oficio que casi todo el mundo considera más bien práctico y, peor, vinculado centralmente con la mercantilización del espacio. El modernismo de la obra arquitectónica de Artís, sin embargo, puede haber sido consecuencia de haber aprendido que, como en la música, las asociaciones más sutiles son a veces las más sugerentes y así que el instrumentalismo de la arquitectura hegemónica —a menudo vivida como contradicción entre forma y función— es en realidad una falacia. Por el contrario, en muchas de sus obras es posible advertir un deseo por convertir el espacio construido en una experiencia tan sensible como útil: la manera en que se complementan las secciones de butacas de la Neza —lejos de la rigidez tradicional de las “cajas de zapatos”, pero también de desplantes meramente decorativos como ocurre en la sede de la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles— es un buen ejemplo de ello.
En la obra plástica de Artís, en fin, puede apreciarse la asombrosa potencia de las artes y las humanidades en la formación de las personas. Lo que Prieto olvidó decir el domingo en la mañana es que el responsable principal de la sala Nezahualcóyotl no sólo fue violinista, melómano y un arquitecto célebre, sino también un pintor notable. Al mirar algunos de sus cuadros —como los que exhibió en el Museo de la Ciudad de México en 2015—, parecería que estamos hablando de personas distintas, porque nada o casi nada de sus paisajes y sus dibujos parece relacionado con el modernismo más bien geometrizante de su arquitectura. Pero es más bien lo contrario: si a fuerza de ser alusivos llegan a ser abstractos —un poco a la manera de esos bocetos de Turner que parecen anunciar la pintura del siglo XX—, debe ser porque la arquitectura musical, teatral, dancística y escolar le enseñó que a veces el camino más corto entre dos puntos no es el más recto sino el más sinuoso, o sea que la manera más efectiva de comunicar un mensaje no consiste en su iteración literal sino en su sugerencia. Como en la poesía, pues.


De ello se sigue que lo evidente no siempre —y más bien: casi nunca— hace lo que se propone. Y al revés, que en el dicho que establece que donde menos se piensa salta la liebre se esconde algo más que un simple reconocimiento al azar. La vida y la obra de Arcadi Artís sugieren que las exploraciones múltiples, la diversidad de intereses y sensibilidades, están lejos de ser un obstáculo para la creación artística, y tampoco para la creación de espacios dignos de ser vividos. Más bien es al contrario. En la multiplicación de miradas y, literalmente, de perspectivas, se esconde un principio de estar en el mundo que en estos tiempos parecen sintetizar la esperanza que necesitamos: la de arriesgar sin demagogias ni hipocresías, la de ser fieles a las convicciones sin caer por ello en el dogmatismo.
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