Hace poco más de seis años, a mediados de abril de 2012, un grupo de profesores —y una adjunta— de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM decidimos involucrarnos en el proceso electoral de un modo que imaginamos diferente y original: no como ciudadanos sino como historadores, que era y es finalmente nuestro oficio. Convocamos así a una reunión pública para comenzar a definir y a discutir eso que, quizá un poco pomposamente, llamamos «política historiográfica».
La multitud que se reunió entonces, el interés de estudiantes y colegas, las dudas, las ganas de involucrarse, nos animó a repetir el experimento una semana después.
Pronto nos quedó claro que eran tantos los problemas relativos a la vida social del conocimiento histórico que debíamos intentar ordenarlos de algún modo, y que debíamos además buscar el concurso de otros historiadores mejor preparados. Organizamos entonces cuatro reuniones temáticas de discusión, y fuimos tomando notas de lo que decían nuestros colegas y amigos, pero sobre todo los muchos y las muchas estudiantes que fueron involucrándose en el debate, enriqueciendo y transformando de este modo nuestro propósito inicial.
A lo largo de ese mes —el mismo mayo en el que surgió el movimiento #YoSoy132 y se transformó sustantivamente la coyuntura— fue tomando forma la idea de preparar una especie de minuta crítica de nuestras discusiones. Eventualmente reconocimos que el tipo de política historiográfica que estabamos imaginando tenía que estar vinculada con un proyecto en particular; que era indispensable «salir del clóset» del agnosticismo científico —y tomar partido.
El documento fue escrito de manera colectiva, en un clima cada vez más febril y por ello quizá con más entusiasmo que precisión. Lo redactamos con ganas, con ilusión, con la esperanza de contribuir a la construcción de otro país —un país con menos desaparecidos e injusticia, con menos desigualdades y pobreza, sin tanto racismo y tanta violencia de género.
Unos días más tarde, el 7 de junio, 2012, se lo entregamos a quienes entonces se encargaban de planear la política cultural de Andrés Manuel López Obrador.

De los 462 que entonces fuimos, apenas un puñado emprendió más tarde —en septiembre de 2012— la construcción de El Presente del Pasado. Hubieramos debido ser más, pero lo impidieron nuestras propias torpezas y tribulaciones, y también la bajamar que siguió a las elecciones.
Seis años más tarde, las circunstancias son por supuesto totalmente distintas. El país es otro; nosotros ya no somos los mismos. Pero nos parece que todavía tiene sentido lo que entonces imaginamos. Ustedes dirán.
Saludo el contenido del texto «La historia que necesitamos para el país que queremos» y me congratulo de ser uno de los firmantes. Tenemos el reto de contribuir a la comprensión de cómo llegamos a la extrema desigualdad en el mundo y particularmente en nuestro país y de allí adelantar soluciones desde la investigación, la docencia y la difusión historiográfica para construir un México más igualitario con ciudadanos y comunidades participativas en el desarrollo económico, político y cultural de las localidades y de la nación.
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