por Dalia Argüello
Faltan siete días para las elecciones del primero de julio. Se ha dicho tanto al respecto que puede parecer ocioso hablar más de lo mismo y, sin embargo, resulta una necesidad imperiosa volver al tema, acercarnos al menos un poco, compartir con otros las ideas, tratar de clarificar esta mezcla de emociones, buscando en el lenguaje una vía para dejar salir el montón de sentimientos encontrados y el cúmulo de expectativas, de temores, de ganas que tenemos de vernos, de abrazarnos, de tener esperanza en algo, por sutil que sea, por escurridizo que parezca, por ingenuo que suene. Parece indispensable llegar a un punto, tener algo de qué asirse, un inicio de nuevas e inesperadas posibilidades.
Y habrá muchos que se pregunten en qué puede cambiar su vida, su destino, su caminar cotidiano después de ir o no a votar. Habrá quienes desconfíen de las pasiones que despiertan las filias y fobias partidistas; habrá quien descalifique la ingenuidad o la falta de pericia política de depositar siquiera un poco de esperanza en un proceso corrompido desde su origen, faccioso y turbio por todos lados. Habrá quienes prefieran no participar ni pronunciarse al respecto, por no entrar en controversias gratuitas. Ante ello, quizá lo más difícil es justamente buscarle un sentido a la coyuntura política y al momento histórico que vivimos, y construir algo que nos haga seguir creyendo en que esto que llamamos país puede encontrar un rumbo menos catastrófico y excluyente, en el que podamos encontrarnos más y de mejores maneras.
Porque además en los últimos sexenios nos ha quedado claro que sí nos afectan las decisiones políticas, que sí nos vemos afectados por el rumbo que toman las instituciones, que los efectos de adelgazar el estado frente al capital privado sí se reflejan en hechos concretos cuando los derechos parecen igualmente proporcionales al poder adquisitivo; cuando un familiar está en un hospital público en las peores condiciones; cuando un joven cercano se queda fuera de la preparatoria o la universidad, cuando las empresas nos avasallan con cobros ilegales, abusos y negligencias, o cuando la vida es aquello que se nos pasa tratando de pagarla.
Ante la tragedia, parece una necedad tratar de distinguir diferencias y encontrar virtudes en la propuesta de un candidato frente a otro. En la ignominia de las elecciones más violentas de la historia reciente puede ser hasta risible defender con arrojo un proyecto y, a pesar de todo, parece aún más difícil renunciar a hacerlo.

Hoy en día parece más que justificada la duda sobre hasta qué punto pueden cambiar las cosas después de elegir un nuevo presidente, o la pregunta de si acaso el voto cada seis años será suficiente para revertir la crisis en la que estamos desde hace más de lo que quisiéramos recordar, y nos alcance para desmantelar las intrincadas redes de corrupción alrededor de unos cuantos grupos que parecen tener cooptados los espacios de decisión, y que han fundado ominosas fortunas a costa del erario y los bienes públicos.
Desde hace tiempo se han documentado en diferentes medios las historias acerca de cómo los grupos de interés han operado en este país de manera transexenal para aumentar sus privilegios y sus grandes fortunas. El más reciente escándalo sobre el “Etileno XXI” —que ha revelado una investigación periodística—, no es sino uno de los ejemplos más abrumadores de los oscuros y mezquinos manejos de la política económica en México, de la que se han beneficiado políticos y empresarios durante décadas, pero que justamente ahora, en periodo electoral, involucra directamente a uno de los candidatos, el priista José Antonio Meade.
Frente a esto quizá vale la pena insistir en la diferencia entre las propuestas de los candidatos a la presidencia y de los grupos a los que pertenecen. Las redes de complicidad entre actores públicos y privados para ocupar espacios de gobierno estratégicos no son nuevas; hace un largo tiempo que los puestos públicos se utilizan para construir mecanismos de poder empresarial y corporativo. La diferencia es que hoy podemos enterarnos más fácilmente.
Por ejemplo, hace unos años, la investigación histórica de Isabelle Rousseau México: ¿Una revolución silenciosa?: Élites gubernamentales y proyecto de modernización, 1970-1995 (México: El Colegio de México, 2001) documentó el modus operandi del grupo que controló la Secretaría de Programación y Presupuesto, a cargo de la economía y las finanzas en México durante al menos 25 años y cuatro sexenios priistas, pero sin demasiadas repercusiones en la opinión pública.
Sin duda, hoy las redes de corrupción son mucho más complejas y difíciles de desentrañar en su constitución y funcionamiento. El caso de “Etileno XXI” expone una vez más la circulación de intereses y la participación de personajes claves, que han pasado de ser funcionarios públicos de alto nivel a consejeros de empresas petroleras, energéticas, farmacéuticas o de biotecnología y alimentos más poderosas del mundo.
Aunque apenas podemos vislumbrar el grado en que la mancuerna entre los grandes empresarios y gobiernos han enriquecido a unos cuantos, y han fomentado el monopolio comercial que actualmente parece imparable. No parece nada extraño que los magnates del país se hayan pronunciado en este proceso electoral para influir en el voto de sus empleados contra el “populismo” de Andrés Manuel, dejando ver hasta dónde son capaces de llegar ante la mínima incertidumbre de que sus privilegios sean atacados.
Si bien indigna, tampoco sorprende demasiado la sordidez de sus argumentos respaldados por sus fortunas ganadas en mucho, a costa de sus trabajadores y del saqueo de los recursos naturales de este país. Por solo mencionar un par de ejemplos, los pronunciamientos preocupados de Germán Larrea y Alberto Bailléres González porque López Obrador pudiera llegar a la presidencia, son por demás reveladores. El primero ocupa el lugar 67 en la lista mundial de multimillonarios, y es dueño, entre otras cosas, de Grupo México, la empresa minera responsable de verter 40 millones de metros cúbicos de sulfato de cobre y metales pesados a los ríos Sonora y Bacanuchi. Por otro lado, Bailléres González es el tercer hombre más rico de México (según Forbes) y ha sido beneficiado con más de 80 concesiones mineras a nombre de Industria Peñoles y Fresnillo. Otros empresarios como ellos pueden sentirse más cobijados por el discurso proselitista del candidato Meade y por la promesa de continuidad que representa.
En entrevista con periodistas de Milenio TV, el 5 de junio pasado, así como en otros foros, Meade insistió en que su propuesta de gobierno está estructurada en torno a reducir tres brechas: la brecha entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres y entre el norte y el sur del país. La última de ellas llama la atención porque reiteradamente ha hablado de esta diferencia entre las economías de los estados del norte y los del sur.
El primer estado del país que tuvo gas fue Nuevo León. Un estado que hoy no tiene gas es Chiapas; si nosotros aspiramos a que un día Chiapas sea como Nuevo León, lo que tenemos que hacer es bajarle gas a Chiapas… Y si eso hacemos en el sur sureste del país, junto con Centroamérica, podríamos detonar la mayor y la mejor historia de desarrollo regional en el continente” [Entrevista a José Antonio Meade en Milenio Televisión, el 5 de junio de 2018].
Y con esta declaración revela mucho de su pensamiento y su proyecto nacional: el futuro que vale la pena incluye llevar gas a Chiapas para que se parezca a Nuevo León. Gas para poner industrias que hagan productiva tanta riqueza natural ociosa, para atraer inversiones, para abrir empleos. Que Chiapas sea menos pobre y de preferencia menos indígena, que abra más Wall Marts y Home Depots; que más jóvenes chiapanecos tengan tabletas y oportunidades de empleo en Uber y Starbucks.
Este modelo económico que se ha impuesto en los últimos cuarenta años que ofrece todas las garantías y facilidades al sector privado ha impuesto también un modelo de futuro y de progreso. Es un ideal que se presenta como el más seguro porque asegura confianza para los inversionistas y empleos, como si esto fuera una solución para todos los problemas nacionales.
Pero el futuro que ofrecen este tipo de inversionistas amañados con los poderes públicos son los de los megaproyectos para infraestructura, energía y urbanización. Es un ideal basado en la acumulación y el despojo que destruye ecosistemas y pone en grave riesgo la flora y fauna nacionales. Es una visión de progreso en la que la soberanía alimentaria se tacha de disparate y el agua puede destinarse a las cerveceras o al fracking porque dejan dinero, aunque no haya para consumo humano.
Los gasoductos, las autopistas, las presas, los fraccionamientos y los complejos turísticos son algo más que símbolos de desarrollo y cifras macroeconómicas; en términos concretos son hectáreas de bosques y manglares destruidos, desecación y contaminación de cuencas de agua, sobreexplotación de recursos. Es el avance voraz del concreto y de la industria que produce artículos que serán desechados en días o en minutos. En términos sociales representan también la división y los conflictos internos, la fractura de la organización comunitaria y la inserción de las economías tradicionales a la lógica del trabajo asalariado, entre otras cosas.
Disminuir la brecha entre ricos y pobres y entre el norte y el sur para Meade y quienes lo apoyan significa mirar hacia el futuro, hacer un México «ganador» porque los niños hablarán inglés y habrá industria y empleo. Significa también seguir favoreciendo a esos grandes magnates a los que se les condonan impuestos y se benefician del dinero público. Es dar continuidad al poder de estos empresarios, aunque bajo su hegemonía México sea el país con el salario mínimo más bajo de la OCDE, y sus trabajadores laboren unas 480 horas por encima del promedio del resto de los miembros de la organización, con una seguridad social precaria o inexistente.
El uso tramposo de la imagen del país que mira hacia el futuro que ofrecen Meade y Anaya contra el “retroceso a los ochenta” de AMLO es algo más que propaganda insulsa. La oposición discursiva entre el fracaso del pasado y el futuro promisorio implica una visión de país y configura a los interlocutores a los que cada candidato se está refiriendo. Pero esta vez ya no se trata sólo de ellos y de sus planes, ahora somos más los que podemos hacer un cambio, el de futuro en el que quepamos todos.
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