por Jaime Ortega Reyna
En días recientes, el Partido de la Revolución Democrática celebró su 29 aniversario. El orador principal de aquel acto no fue Cuauhtémoc Cárdenas o Porfirio Muñoz Ledo o Ifigenia Martínez o alguna otra figura asociada por casi dos décadas a ese partido. El orador principal y estrella de la celebración fue el ambicioso —y muy peligroso— Ricardo Anaya, quien es candidato presidencial después de purgar con los métodos más autoritarios a su propio partido, el de Acción Nacional. Como si el cuadro no fuera ya decepcionante, la imagen se complementaba con el gobernante peor evaluado de los gobiernos democráticos de la ciudad de México: Miguel Ángel Mancera, una figura impresentable que en lugar de sumar, resta.
¿Cómo se llegó a este momento? ¿Cómo es que el partido nacido como respuesta al fraude electoral de 1988 terminó aliado al partido de la derecha? ¿Cómo se diluyeron las corrientes socialistas, comunistas y nacionalistas en una ambigua figura amparada por un horadada sombrilla socialdemócrata? ¿Cómo se pasó de un combate frontal contra el PAN (en 2006) primero a una estrecha colaboración y después a una franca y vergonzante subordinación? Todas estas preguntas tienen su respuesta en las raíces mismas del partido, su esquizofrenia organizativa y la contradicción de su propia conformación.

En su más reciente libro, El futuro es nuestro: Historia de la izquierda en México (México: Océano, 2018), Carlos Illades acuña la categoría neolombardismo para referirse a este segmento de la historia. Escrito en el momento previo a la definición de las candidaturas presidenciales de este año, Illades intuyó el destino y ocaso del PRD a partir del resultado del choque de distintas fuerzas en su interior, que lo predisponían a convertirse en un socio menor de la derecha. Sostengo aquí que el PRD es efectivamente un partido “neolombardista” en lo pragmático; sin embargo, en lo programático está muy lejos de expresar identidad con una corriente de la izquierda que tuvo gran impacto durante la primera mitad del siglo XX.
Es igualmente necesario señalar que la más reciente biografía de Vicente Lombardo Toledano —En combate: La vida de Lombardo Toledano (México: Debate, 2018)—, de Daniela Spencer, nos permite equilibrar mejor la posición del personaje y lo que él expresaba en un contexto específico. Efectivamente, Lombardo fue parte de la construcción del estado mexicano posrevolucionario en tanto que cooperó activa y conscientemente en la subordinación de los contingentes obreros y campesinos. Lombardo era al final un ideólogo civilizador que buscaba el desarrollo de los sectores subalternos por la vía del fortalecimiento del aparato estatal, que debía operar como su educador y como el actor principal para garantizar su bienestar. Vertiente minoritaria de la fracción dominante de la “revolución mexicana”, pronto se vio regalado de las esferas del poder y más de una vez expulsado de los círculos de decisión. Frente a todo ello, optó por volverse el socio minoritario del poder.
Los hijos políticos de Lombardo poco tenían de su carácter cosmopolita, de su conexión con el ambiente mundial e incluso de su conocimiento de las tendencias ideológicas globales. La loa al estado continuará en ellos, aunque pierde su dimensión civilizatoria. El progreso ya no es expresado como un adelanto cultural mediatizado o gestionado por el aparato estatal en beneficio de las clases subalternas. Lo que queda de la herencia entre los lombardistas es su carácter pragmático, de socios menores, recolectores de dádivas. Nos referimos por supuesto a Rafael Aguilar Talamantes y su Partido Socialista de los Trabajadores, después el impresentable Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional. De aquí vienen los Jesús Ortega, los Acosta Naranjo, los Zambrano, los Graco Ramírez; es decir, el sector más colaboracionista con el gobierno de Peña a partir de 2012.
Una de las genealogías del PRD proviene de estas organizaciones, de estos hijos políticos, que durante los años noventa aparecieron como subordinados a la figura de Cárdenas. Sin embargo, al paso del tiempo ganarían un peso inesperado. El neolombardismo es efectivamente una forma burocrática de construcción de lo político, centrado en las estructuras partidarias y en el control de recursos otorgados por el estado en la época contemporánea. Este “aparatismo” encajó bien con esta tendencia pragmática, la cual no aspira a ser una corriente central en la cultura política, mucho menos a disputar el poder: vive de gestionar recursos, disponer de su repartición y controlar las minuciosas de un burocracia alentada desde el estado y sus órganos electorales. Políticamente se conforma con sobrevivir a la marea, mantener sus canonjías y responder a los llamados de quienes defienden las coordenadas actuales de la sociedad y la política.
El neolombardismo es, curiosamente, poco seguidor de las ideas políticas de Lombardo: no le interesa el progreso de las clases subalternas ni tampoco apuesta a la acción mediadora y civilizatoria del estado. Sus partidarios no buscan la organización de la sociedad para su educación y fortalecimiento. No aspiran al socialismo ni a otra vertiente de la justicia social. El neolombardismo es entonces la peor versión neoliberal de un progresismo mísero e individualista. Su discurso centrado en los “nuevos derechos” no llega a disputar el sentido común de la época dominante, razón por la cual su aliado actual y candidato presidencial, un trepador profesional, es capaz de declarar sin ningún tipo de problema que está en contra del aborto o del matrimonio de personas del mismo sexo. El progresismo neoliberal apenas da para balbucear algunas demandas menores en espacios acotados que expresan muy bien los dilemas contemporáneos.
El caso de la ciudad de México es paradigmático: en medio de conquistas importantes para segmentos de la sociedad se entrega la ciudad al capital especulativo de las inmobiliarias, de las petroleras y de la industria del automóvil. Terrible situación en donde los “nuevos derechos” conquistados por la sociedad aparecen como la moneda de cambio por la cual se expulsa a importantes sectores de la sociedad hacia las periferias, se le somete al endeudamiento perpetuo de las inmobiliarias y se somete la circulación al imperio individualista del automóvil.
Este neolombardismo es una sombra del proyecto político y cultural de la izquierda nacionalista. Su programa se limita a sobrevivir en una marea en la que se han vuelto los aliados más prescindibles, los socios menos destacados y además, imposibilitados de trascender como fuerza político o como opción política. La sola evaluación de negociación de las candidaturas es ya una muestra de ello: al PRD se le dejó la disputa perdida por la ciudad, en tanto que incluso el feudo del “tomate”, Coyoacán, fue entregado al panista Manuel Negrete.
El neolombardismo es un socio menor que no negocia, sino que se entrega. Se vende al peor postor con tal de conseguir algunas cuantas migajas de ello. Su único poder es mantener a un sector minoritario de la sociedad —5 por ciento del electorado en el mejor de los casos— bajo la férula del clientelismo. El ocaso del PRD está a la puerta; su muerte es necesaria para librar a un sector de los grupos subalternos de la corrupta tutela de los malos aspirantes a señores feudales que se apoderaron de un cascaron.
Su ocaso se da en medio de las pequeñas figuras de quienes traicionaron a los estudiantes en huelga en 1999 a los zapatistas en 2001, a los aliados de Peña en 2012. Ellos serán los que pasen a la historia como un mal recuerdo de una época de pobreza política e ideológica. Ello representa una pérdida para quienes combatieron al salinismo en los primeros años noventa, ofrendando incluso su vida. A quienes por fuera de las estructuras burocráticas se identificaron con una idea y dejaron todo en cada jornada electoral, tratando de remontar la forma corrupta de la política. También para quienes vieron en esa identidad una manera de sobrevivir a la manera neoliberal, conservando algunos derechos u ampliando otros. A quienes, desde por fuera de las candidaturas, los puestos y el negocio, apoyaron los movimientos sociales.
Hoy, todos esos momentos no son más que un recuerdo. Queda solo un cadáver político, que se pudre a pasos agigantados.
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