por Wilphen Vázquez Ruiz

Al momento de escribir estas líneas faltan sólo unos cuantos días para que en cuatro entidades del país se lleven a cabo unas elecciones que, todo parece indicar, serán bastante cerradas. Entre ellas, claro está, llama poderosamente la atención la del estado de México, entre otras cosas, por la cantidad de recursos que pondrá a disposición del partido y de la candidata o del candidato ganadores (con miras a la sucesión presidencial de 2018).

Mi comentario aquí no busca ofrecer un análisis de los distintos escenarios posibles de la elección. Busca simplemente llamar la atención sobre un aspecto particular, pero quizá crucial de nuestra política. A saber, el hecho de que una y otra vez experimentamos los procesos electorales como una mera extensión (más intensa y tal vez más grotesca) de las disyuntivas a las que nos enfrentamos diariamente para sobrellevar un estado de cosas en el que la corrupción lo permea todo—y, por tanto, termina por obligarnos muchas veces a tomar decisiones que van en contra de principios aparentemente elementales e incuestionables.

Me explico. Cada uno de nosotros decide (por ejemplo) si ahorra o no agua, si consume irracionalmente la energía eléctrica y los combustibles fósiles, ceder o no el paso a un peatón al conducir un automóvil, arrojar o no basura a las calles, respetar o no un reglamento de tránsito. Con todo, la magnitud que alcanza la corrupción en nuestro país nos coloca todos los días en situaciones en las que desviarnos de lo que por principio consideramos correcto es siempre una opción viable.

Cabe aquí ilustrar lo que digo con ejemplos de personas próximas a mí y de mi propia persona. Un primer ejemplo. Un familiar residente en el estado de México me comentó hace poco que en varias ocasiones había recibido llamadas en su domicilio para preguntarle por quién iba a votar, a las cuales negó responder. Más adelante me dijo que estaba muy decepcionada de la política y que si bien había votado en las dos últimas elecciones presidenciales por un candidato que perdió el mismo número de ocasiones (estando convencida de que en ello tuvo que ver un fraude electoral), en esta ocasión votaría por el candidato oficial pues ello le aseguraba (de ganar el PRI) un apoyo mensual cercano a los 1 400 pesos mensuales. Mi primera reacción fue de molestia y no tardé en señalarle mi desacuerdo (aunque no pasé de ello). Más tarde, la cosa me pareció menos clara. Mi indignación inicial perdía al menos algo de sentido al considerar que el voto no puede ser ejercido libremente ni mucho menos defendido por las instancias electorales.

¿Es criticable lo anterior? He conocido a esta persona durante toda mi vida y estoy cierto de que se trata de una persona de bien, honesta y trabajadora. De esas mujeres que se parten el alma para sacar adelante a su familia no obstante los más de 60 años de edad con los que cuenta. ¿Quién soy yo para emitir un juicio? Esta reflexión, debo señalarlo, me caló hondo. ¿Quién soy yo? ¿Quiénes somos muchos de nosotros para descalificar a quien toma este tipo de decisiones ante un mercado de trabajo exiguo y muy mal pagado? ¿Quiénes somos para condenar a los que en el ámbito urbano o rural toman este tipo de decisiones cuando el día a día no lo tienen seguro? La respuesta a estas preguntas es mucho más complicada de lo que en primera instancia parece.

¿Y en la ahora Ciudad de México? ¿Qué pasa? De nuevo comienzan a transmitirse los spots publicitarios en los que se anima a la gente a participar en las decisiones que más benefician a nuestras respectivas colonias y más temprano que tarde nos enteraremos de los nuevos formatos y cargos a elección cuyas denominaciones debemos a la nueva y flamante constitución de esta ciudad. ¿Qué podemos esperar? ¿A qué nos enfrentamos en lo cotidiano?

Otro ejemplo. El edificio en el que habito está sufriendo de fallas en el flujo de drenaje que va del edificio a la red que se encuentra sobre la calle. Como es costumbre en estas épocas de año, esperamos con ansiedad la visita de personal de la delegación encargado de las tareas de desazolve, no sin estar conscientes de que dicha visita supone en los hechos un “costo” cercano a los 1 500 pesos. Por supuesto, y con razón, más de una persona criticará esta práctica. Desde afuera y en lo abstracto, la condena parece obvia. Nuestra realidad, sin embargo, se compone de un sinfín de pequeños dilemas que no admiten (por definición) soluciones tajantes o juicios categóricos.

Fuente: Fototeca Nacional

La página web de la delegación indica que las tareas de desazolve son un servicio gratuito. El sitio incluso ofrece un número para denuncias en caso de que los encargados del servicio pidan una remuneración a cambio. La respuesta a la solicitud del trámite no dilata más de 48 horas y el servicio se programa en función de la carga de trabajo. En teoría, nuevamente, no hay aquí nada que reprochar, pero en los en los hechos, sucede otra cosa. Nuestro edifico ya cuenta con un número de folio… desde hace más de un mes, prácticamente se han cumplido dos meses desde que se realizó el trámite y seguimos esperando. Se nos presentan dos alternativas, simples y excluyentes entre sí: por un lado, esperar con paciencia que no caiga la lluvia (¡tan necesaria!) y que llegue la visita según el número de folio, o bien, por otro lado, pagar la “propina” para acelerar el servicio y así evitar inundarnos y llenarnos de inmundicia.  ¿Qué hacer entonces en lo inmediato? ¿Cómo proceder de ahí en adelante?

Ahora trasladaré esta reflexión a un ámbito más amplio: el federal. En poco más de un año nos enfrentaremos a la disyuntiva de por quién o por qué debe votarse. Lamentablemente, no comparto el optimismo de algunos colegas que también participan en este espacio. Más allá de que dependa de nosotros que un candidato o candidata triunfe en la elección presidencial, me pregunto qué puede significar para el tejido social de este país. Sería por demás absurdo pensar que un cambio de régimen no implica a su vez cambios en una gran cantidad de políticas sociales y de desarrollo, pero me remito a la experiencia que nos ofreció la elección de 2015. Personalmente, me conté entre quienes se pronunciaron por la anulación del voto toda vez que ningún, repito, ningún candidato de partido alguno representaba, ni de lejos, lo que en mi opinión debe ser un funcionario público que responda a los intereses de la ciudadanía. Desgraciadamente, la anulación del voto probó, cuando menos en 2015, carecer de impacto alguno en la forma de hacer política, en la forma de administrar los espacios y servicios públicos, en la forma de regular el “desarrollo” urbano de la capital, en la mejora de la calidad del aire y un sinfín de asuntos que nos competen a todos.

Me niego a aceptar cualquier idea que signifique o sugiera acaso que existe un destino del cual no podemos librarnos, pero también me rehúso a aceptar sin más cualquiera de las “opciones” con las que hasta ahora contamos. ¿Qué nos depara ese “destino”? Lo ignoro, pero lo que está fuera de dudas es que nos pondrá a prueba nuevamente y que debemos transitar del actuar individual al colectivo más allá de las siglas, más allá de los candidatos, más allá de nosotros mismos. Ojalá y estemos a la altura del reto que se nos viene encima.

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