por Octavio Spíndola Zago

Este año el mundo entero vuelve la mirada atrás para recordar tres momentos que marcaron el devenir del mundo: la reforma protestante que dividió uno de los monoteísmos históricos y la forma de vivir la fe cristiana; la primera constitución social del mundo, y el estallido de la revolución que materializó una alternativa distinta al estado capitalista. Desde todos los rincones se vuelven a entablar —recordando a Febvre— combates por la historia, su sentido y actualidad. Vayan estas líneas como reflexión del papel que los historiadores pueden tomar en los usos públicos de la historia.

La conmemoración del alba de la reforma que inició Lutero y desembocó en el último gran cisma de la cristiandad y las guerras de religión europeas del siglo XVI (que Marco Ornelas nos ha resumido con gran precisión) han convocado al pontífice Francisco, en su viaje el año pasado a la Federación Luterana Mundial en Suecia —y después de 50 años de un complicado diálogo ecuménico abierto por el Concilio Vaticano II—, a disponer que Lutero dio lecciones fundamentales para los creyentes como vivir con intensidad el problema religioso, así como abandonar la iglesia principesca para regresar a la ecclesia como comunidad evangélica cercana a la pobreza y próxima al programa de las bienaventuranzas.

En renglón aparte, juristas, historiadores, sociólogos y politólogos en México se remontaron a la promulgación por el constituyente queretano de la carta magna en el invierno de 1917, la primera en incluir una serie de derechos sociales en el contenido dogmático (dos años después le sucedería en la misma materia la constitución de Weimar). Entre ellos destacan las garantías individuales, el derecho a la jornada laboral de ocho horas, a la asociación sindical de los trabajadores y a la huelga, los derechos de las mujeres, el derecho al debido proceso y la abolición de la pena de muerte, a la educación pública, gratuita y laica, a la libertad de culto, a la propiedad de los tierras y recursos del subsuelo y a la libre expresión.

Al ser resultado de un orden revolucionario y habiendo sido planeada desde el poder, como lo ha dicho Lilia Móniza López Benitez, la constitución cuenta además con una parte orgánica que estableció a México como un república basada en la soberanía popular, democrática en sus mecanismos de ejercicio del poder, representativa en tanto los ciudadanos delegan su soberanía a los partidos políticos para que estos legislen y gobiernen, así como un país federal en su organización territorial basada en los municipios. Una de las innovaciones respecto a la de 1857 es que concentró excesivas facultades en el ejecutivo, pues —de acuerdo con Fernando Serrano Migallón, Facultades metaconstitucionales del poder ejecutivo en México (2006)— “consagró el sistema presidencial que hasta el momento y con pocas pero significativas modificaciones rige en la actualidad”.

La conmemoración ha convocado a revisar de nueva cuenta la tradición del constitucionalismo mexicano desde Cádiz (1812), documentos independentistas como los “Sentimientos de la nación” de Morelos y el Decreto constitucional de Apatzingán, la constitución de 1824, las Bases Orgánicas de 1843 y la constitución de 1857, así como el estatuto orgánico del segundo imperio y la legislación porfiriana. A partir de Miguel de la Madrid, los gobiernos tecnócratas han ido insistido en reformar y parchar la constitución, pero más que para dirimir los conflictos sociales y la modernización institucional (necesarios), los cambios han servido como arena en las luchas de los partidos y han venido haciéndola, así como más extensa, cada vez más inaccesible para su lectura, desmontando la esencia de causas sociales que la inspiraron 1917.

Constitución centenaria

Finalmente, noviembre se vestirá de rojo con el centenario de la revolución rusa, cuya comisión ha dado máxima difusión a los grandes logros del movimiento socialista: la fundación del primer estado socialista, la victoria sobre el fascismo, el movimiento comunista internacional, el antiiimperialismo transnacional y las imágenes de Mao, el Che, Ibárruri, Luxemburgo, Castro, Ho Chi Minh, Gramsci, Lenin y Ródchenko que se entremezclan con la imagen del Sputnik y la plaza Roja. No faltan académicos que han juzgado a la revolución como fallida y desviada, así como políticos de la talla de Putin que se proclaman herederos de la tradición zarista tanto como de la URSS revolucionaria pero que carga con la herencia del estalinismo.

Lo que en común guardan estas tres conmemoraciones es que han convocado a los intelectuales a lo que Jürgen Habermas ha denominado el “uso público” de la historia. Similar fecha fue el V Centenario del Descubrimiento de América en 1992, las celebraciones en 2010 de los centenarios de la independencias latinoamericanas, o el centenario luctuoso de Porfirio Díaz.

No basta con ediciones especiales como las que planea el Fondo de Cultura Económica o la interminable serie de publicaciones especializadas; los historiadores debemos contribuir a la concientización y politización de la ciudadanía, ser plataformas que vinculen los espacios universitarios, los espacios públicos y los espacios comunitarios, tomar con mayor seriedad la divulgación y el diálogo interdisciplinario y con sectores civiles. Los coloquios estudiantiles y los foros disciplinares pueden ser una gran oportunidad si salen de los claustros. La realización de clases en las calles y plazas como se vivió durante las protestas de solidaridad por los secuestros de Iguala son otro ejemplo. En fin, me parece que estas fechas nos urgen a la reapropiación de los espacios y los canales de comunicación como formas alternativas a los discursos oficiales y los usos meramente ideológicos de la historia.

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