por Halina Gutiérrez Mariscal *
Cuando la noche esté,
precisamente,
más cerrada y más confusa,
que viva todo aquel valiente
que tiende un puente
y el valiente que lo cruza
Jorge Drexler
Siglo XVI: dos grandes intelectuales disputan sus ideas acerca de la naturaleza de los indios, sobre su incivilidad. Se miran en el espejo del otro, tratando de encontrar su humanidad, una que no se parece a la propia, si es que ésta existe.
Siglo XXI: una estudiante indígena de doctorado es detenida al ingresar a una pastelería por pensarse que quería vender artesanías. Una estudiante citadina es vigilada por el policía de turno mientras recorre un lujoso centro comercial porque su aspecto no parece el de una usuaria promedio de tal establecimiento. Un joven escolar es insultado por sus compañeros con el término indio. Una joven opina sobre el cabello de su amiga: “así no, pareces chacha”. Una escuela privada se reserva el derecho de admitir a sus estudiantes, usando como parámetro su aspecto físico más que su probidad académica o incluso su capacidad de pago.
Aunque median océanos de tiempo entre los dos momentos arriba descritos, la línea que cruza ambos periodos es clara y permanente a lo largo de los siglos: la mirada sobre el otro, sobre el que está allá, sobre el que no es como yo y que habita el mundo desde una mirada y una postura distintas.
Desde hace milenios, el hombre ha dejado constancia de su tendencia a asumir lo propio como civilizado y la otredad ininteligible como salvaje. No obstante, el momento definitorio de la creación de un discurso justificante del dominio de unos sobre otros nació en Occidente con la colonización europea del mundo. La proclamada igualdad de los hombres, defendida tanto por cristianos como por ilustrados, llevó a la necesidad, prontamente abordada, de discutir en torno a la naturaleza de los otros, de los colonizados, y a la asunción de su inferioridad.
Los nacionalismos coloniales europeos operaron de distintas formas; los hubo de exterminio, los hubo de asimilación, pero siempre bajo la premisa de que el colonizado era inferior, y a la interiorización en éste último de esa imposición ontológica. Siguiendo la lógica de una historia que asume a una humanidad en progreso constante, el racismo nacionalista adquirió un discurso de “cientificidad”. Expertos de diversas áreas del conocimiento explicaron, con muy curiosos argumentos, cómo el medio y la herencia determinaban la inferioridad de ciertos grupos humanos y la superioridad de otros. En todos los momentos, la inferioridad del otro justificó su sometimiento y explotación, incluso su exterminio.
La llegada de estudios científicos mucho más avanzados ha revelado que el fenotipo de los seres humanos no supone diferencias esenciales en capacidad y habilidades potenciales. ¿Ha supuesto eso la eliminación de aquellos argumentos de superioridad o inferioridad de unos y otros? Ni mucho menos. Si bien en la actualidad el racismo nacionalista no recurre a argumentos científicos para justificar su permanencia, la interiorización de siglos de dominio blanco sobre el negro o el indio colonizados ha recreado en nuestras sociedades acciones de intolerancia y violencia étnica, racial, religiosa y sexual.
Aunque en algún momento, después de las independencias latinoamericanas, se generó una mitología identitaria que buscó en los pueblos originales los mitos fundacionales, lo cierto es que también se inició una política de homogenización para sacar al indio de su inherente inferioridad con respecto de la asumida cultura occidental. A pesar de los avances en las políticas oficiales de inclusión y respecto a la multiculturalidad de nuestro país, parece una cosa de sentido común que los ricos sean “bonitos y güeritos” y los pobres no: que una indígena no pueda tener un doctorado y sólo pueda ingresar a una pastelería cara para vender artesanías; que un niño con rasgos indígenas no deba, aunque pueda, estudiar entre niños de gente poderosa. Hemos naturalizado la exclusión y muchos hemos asumido nuestro lugar impuesto en el orden social establecido.
Hemos llegado a un punto, al menos discursivo, en el que respetar las diferencias y tratar al otro con decoro forman parte de la civilidad. El intenso flujo de tan diversas personas a lo largo y ancho del globo ha llevado a que el respeto a la diferencia y la inclusión del otro formen parte necesaria del discurso político en casi cualquier parte del mundo. Al menos hasta ahora. Los estudiosos del nacionalismo coinciden en que los momentos de ruptura de desgastados sistema políticos o económicos llevan a la exacerbación de los nacionalismos, como un medio para generar y afirmar la identidad, para dar legitimidad, y como mecanismo de defensa ante reales o supuestas agresiones exteriores.
Quizá el escenario internacional del que somos testigos está hablando de un cambio de rumbo, de una crisis estructural. De pronto el país que enarboló por décadas un discurso de la corrección política, del respeto y la inclusión (incluso a pesar de acciones totalmente contrarias a ese discurso) ha asumido de pronto una postura cínica, violentamente racista, que —no lo olvidemos— refleja la opinión de una buena parte de la sociedad estadounidense (véase al respecto este texto de Bernardo Ibarrola). Quizá llegó el momento en que la salida políticamente correcta dejó de funcionar ante la crisis.
¿Cómo hemos reaccionado de este lado? Para una persona de mi generación, lo más cercano al nacionalismo exacerbado quizá sean los partidos de la selección nacional de fútbol en los mundiales. Hasta hoy. Nunca durante mi existencia había visto tan a flor de piel un nacionalismo de veras, que mirara al otro con recelo, extrañeza e incluso odio, que emprendiera campañas de venganza comercial y articulara (o algo así) discursos de superioridad moral…
Leer y escuchar las regurgitaciones nacionalistas de conocidos de todas las edades y antecedentes me hace pensar más en fundamentalismos religiosos que en posiciones políticas pensadas. ¿Realmente nos hemos pensado este prurito nacionalista que se ha desatado a raíz de las acciones y declaraciones del recién llegado a la Casa Blanca?
Pensando en retrospectiva, desde la historia, ¿ha funcionado el nacionalismo para llegar a acuerdos, destensar, dialogar, tender puentes? ¿Por qué caemos en la provocación y en el juego de los nacionalismos de ida y vuelta? Justo ahora en que reinan la barbarie y el abandono del decoro y la cordura, oponerse a descartar la otredad como inferior, u odiarla por asumirla superior, debería ser prioridad en escuelas, institutos, iglesias, entornos cotidianos. Eso, o seguirle el juego cínico al racismo nacionalista y caer en la barbarie… otra vez.
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