por Octavio Spíndola Zago *
Seré breve: la transición ha sido un fracaso. No hace falta citar grandes historiadores, sesudos politólogos, galardonados sociólogos. La mía es la opinión de un universitario, de un ciudadano de a pie. Súmese quien quiera. La metáfora del ornitorrinco que Jesús Silva-Herzog Márquez proponía en su libro El antiguo régimen y la transición en México (México: Planeta, 1999) para representar ese mutante autoritario sui generis que es nuestro sistema político ha sido rebasada, del mismo modo que desde que se estrenara La ley de Herodes la política mexicana ha lleago a los márgenes de La dictadura perfecta.
No ha habido transición, sólo mutación. Lo que Silva-Herzog bautiza como “transitocracia” se ha caracterizado por el estacionamiento permanente en un estado que debería ser transitorio, fugaz en su momento electoral pero con largas miras en su proyección política, aunque no necesariamente económica. La promesa de la pluralidad y el vaticinio de una cultura política basada en la transparencia y la rendición de cuentas se ha esfumado más rápido que la memoria de los políticos en tiempos de campaña (al respecto el artículo de Arturo García Niño sobre la relación pornográfica entre prensa y política, así como sus vaivenes en el recurso del pasado). Priva el revanchismo ocasional, las pantallas de humo, la venganza visceral y los juegos de poder a la Game of Thrones: “es un sistema político con un amplio pero irresponsable pluralismo en donde los actores políticos adquieren el poder para bloquear las acciones de los adversarios pero carecen de la determinación para actuar en concierto” (63).
A mi parecer, lo que deben responder los sujetos, y que se encuentra en la matriz motriz de la cultura política (tomo el término de los textos de François-Xavier Guerra), es para qué se quiere alcanzar el poder. En la democracia, la lucha por el poder formal tiene como objetivo promover un proyecto de nación que se pueda construir utilizando las herramientas de las que dispone el estado. Para ello, cada partido dispone de su ideología (doctrina política, textos que inspiran la declaración de principios, ideales filosófico-sociológicos, etcétera), marcándole la agenda de trabajo al sujeto, así como los criterios de selección y promoción de la cartera nominal de miembros.
Sin embargo, en nuestro contexto, el poder por el poder lleva a entender los cargos como plataforma de ascenso político y enriquecimiento personal, por lo que los sujetos utilizan el presupuesto público para adornarse con obras faraónicas y promover su imagen al más puro estilo del narciso esquizofrénico. Rafael Moreno Valle I de Angelópolis no es el único, pero sí uno de los más escandalosos; Manuel Velasco Coello, Miguel Ángel Mancera, Javier Duarte, Eruviel Ávila y los norteños César Duarte y Guillermo Padrés no se quedan atrás. Las “obras de relumbrón y pantalla”, como las califica la candidata del poliforme PRI-PVEM a la gubernatura de Puebla, no responden a agendas de gobierno sino a intereses políticos.
Baste transitar por las principales avenidas, bulevares, calles y rotondas de las ciudades, así como por las periferias y las comunidades rurales, para ser testigos de que la estrategia electoral vigente es lucrar con la pobreza y continuar con el corporativismo. El reciente debate a la gubernatura de Puebla fue una burla en todos los niveles: el Instituto Electoral del Estado se aseguró de que éste pasara prácticamente inadvertido (la mayoría prefirió sacar las guamas y reunirse para el clásico nacional) y procuró censurar la crítica hacia el monarca en turno. Todos se declararon victoriosos: uno de la prensa celebraban a la “independiente” Ana Tere (miembro vitalicia del CEN del PAN que fue postulada para arrebatar votos del Yunque a la coalición blanquiazul del príncipe Antonio Gali); los otros a la “opositora” Blanca Alcalá; el de Morena no logró arrancar y la perredista, si bien obtuvo la candidatura por fallo del TEPJF contra los Chuchos, no es capaz de quitarse las pesadas cargas que su partido moribundo lleva encima. En la entidad poblana, ésta es una elección de estado.

“Fue un buen debate, se vio acción”, es uno de los comentarios más comunes entre los pocos que vieron el debate. Esta expresión da muestra de la cultura política mexicana: ya no nos interesa que se debatan políticas públicas ni que se establezca una agenda de trabajo (porque nunca nos la cumplen, también es cierto). Lo que queremos es algo digno de ser televisado; ergo, un programa mediático con acción y hasta un poco de romance si se puede. Buscamos morbo, anhelamos que se avienten lodo. Como lo advertía Leonardo Curzio, lo preocupante de estas campañas es la cantidad de lodo que hay en este país y que ni la autoridad judicial ni las fiscalías procederán. Todo es parte del show.
Peor vaya que nuestros vecinos jarochos no se la tienen mejor. La guerra de los Yunes es ridícula. El priista Héctor acusa en los medios, con pruebas en mano (cuya fidelidad es dudable, pero lo cierto es que hasta el obispo primado y Lidia Cacho han secundado estas denuncias), a su primo Miguel Ángel, de la coalición PAN-PRD, de pederastia, mientras éste acusa a aquél de vínculos con el narcotráfico y complicidad en el saqueo del estado. Todo queda en familia.
Tamaulipas, uno de los estados que más ha sufrido la guerra calderonista y la política de seguridad nacional, sigue doblegado por políticos parásitos. El panista Francisco Javier Cabeza de Vaca y el priista-verde Baltazar Hinojosa se están acusando mutuamente de estar inmiscuidos con el narco. Cuatro de los ocho candidatos ya han solicitado seguridad al Instituto Electoral tamaulipeco debido a que las elecciones se han convertido en unos comicios de miedo por la fuerte presencia de grupos armados en las calles. Denuncias vienen y van a la Fiscalía Especializada en Delitos Electorales, pero todo es parte del juego.
Afirma Claudio Valdillo López en 1994: Cuando el temor a la violencia definió la elección presidencial (México: CEAPAC, 2006: 14) que “la sobrevivencia del sistema político mexicano radicó todo el siglo XX en que cada seis años todo cambiaba para que prevalezca el sistema […] históricamente aprehendido”. La corrupción se ha vuelto un modus operandi, la impunidad en statu quo. Entre 2000 y 2012, el PAN no cambió nada estructuralmente. Ahora las reformas estructurales no han abierto el mercado a la inversión, México sigue siendo un casino en el que las licitaciones públicas y las consultas son ejercicios de simulación para mantener la vigencia del modus vivendi político adaptado a las presiones democráticas. El único saldo real de la transición ha sido una orgía cromática, chapulinazos verticales y horizontales, guerras sucias y el cada vez mayor empobrecimiento de nuestra cultura política.
La corrupción (cada vez más “democrática”, porque se va distribuyendo) ha erosionado a la sociedad mexicana como cáncer del sistema, el narcoterror de estado la ha venido fragmentado. La transición no echó abajo las malas prácticas (se entiende que a pesar del presidencialismo de nuestro país el congreso es capaz de hacer frente al ejecutivo, como se vio con Fox, en cuyos tiempos el PRI se negó a negociar), sino que las redinamizó; baste recordar el caso de Oceanografía con los hermanos Bribiesca Sahagún o el contubernio Calderón-Gordillo.
Si bien es innegable que en una democracia real los pasos son paulatinos, también lo es que deben ser contundentes por disponer del mayor efectivo político: el respaldo popular obtenido en las urnas. No he conocido presidente mexicano que sea capaz de entrar a una universidad pública para conversar con nuestras comunidades; no he sabido de declaraciones de “verdad oficial” que sean aceptadas por la mayor parte de los académicos, periodistas y ciudadanos; no he sabido de combate a la corrupción que no tengan detrás un uso político de la justicia, o reformas, políticas públicas ni proyectos gubernamentales en favor de sectores sociales que no tengan de fondo un intento de legitimación o captar capital político-electoral. Las herencias malditas siguen más vivas que nunca…
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