por Halina Gutiérrez Mariscal *
¿Qué había detrás de los argumentos en contra del sufragio universal de finales del siglo XIX y principios del siglo XX? De entrada, el voto de la mujer fue un tema descartado y excluido que ni siquiera existió en el ámbito de la discusión. La aparición de la mujer como sujeto de la vida nacional habría de tomar todavía algunas décadas. ¿Quiénes eran entonces los “otros” que debían esperar a tener la “aptitud” necesaria —como si estuviesen en una fase tutelar— para ejercer el voto y obtener la condición de ciudadano? Esos otros, a los que autores como Ricardo García Granados veían como un peligro que podía llevar los grandes intereses nacionales al desastre, son los que no formaban parte de la elite económica y social que sabía leer y escribir, que no vivían bajo la cultura occidental europea, es decir, en ese momento, la gran mayoría de los habitantes del país.
Ante el argumento de que el voto resulta ser un derecho natural, García Granados revira:
Opinan estos doctrinarios [los partidarios del voto universal] que el derecho es un producto natural e invariable de la especulación filosófica basada en la razón y en la justicia, y que por lo tanto es aplicable a todos los pueblos y a todos los tiempos. ¡Grave error proclamado en el siglo XVIII por la escuela de Rousseau, que condujo a los horrores de la revolución francesa y que todavía sigue produciendo incalculables perjuicios! Debido a los estudios históricos y sociológicos hoy día ya sabemos que el derecho es un producto variable de la evolución histórica, que expresa con mayor o menor exactitud la conciencia social de un pueblo en una época determinada.
Para García Granados no era posible aplicar una misma teoría a todas las condiciones sociales. Éstas últimas eran la medida de lo posible, y por lo tanto afirmaba que “hay una íntima y necesaria relación entre el estado de civilización de un pueblo y las condiciones que determinan el derecho”. Lo decía de manera contundente: “si la filosofía representa el progreso, el estudio de las condiciones sociales da la medida de lo posible”.

¿Y cuál era el remedio propuesto? Por un lado, que se fomentara la instrucción entre la población, lo cual debía hacerse necesariamente en combinación con el apoyo de los “hombres pensadores”, cuya misión sería conducir a la masa ignorante a la conciencia de sus derechos y obligaciones. No era posible, desde el punto de vista de la formación organicista de García Granados, transitar de ese estado de supuesto semisalvajismo en que concebía a los habitantes del país, a ciudadanos ejerciendo sus derechos. Era necesario, lo dice claramente, transitar de una condición a otra a través de evolución, como sucede con un organismo vivo. ¿Cómo sería el estadio final de civilización de un individuo? García Granados responde con claridad: implicaría que cada habitante pudiera ser independiente, instruido y productor. Es decir, la adopción y reproducción del modo de vida europeo occidental.
Al parecer, García Granados tomaba como base de sus argumentos la experiencia de México como nación, los usos y aplicaciones de la legislación que decretaba el sufragio universal, y los malos resultados en torno al caso. Así, valiéndose de los argumentos “científicos” en boga durante aquella época, defendió la necesidad de limitar el voto, de otorgarlo sólo a aquellos conscientes de las implicaciones de ejercerlo, capaces de un juicio racional sobre quién debería regir los destinos del país.
Es pertinente citar, para mostrar la popularidad del argumento en la época, a Emilio Rabasa, quien en su obra La Constitución y la dictadura, analizó la situación política de México desde una perspectiva positivista y legal. Rabasa sostenía que la búsqueda del voto universal y la vindicación de la constitución de 1857 por todos los disidentes políticos de principios del siglo XX, no eran ni deseables ni posibles en un país como el México de entonces (ver Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura. Estudio sobre la organización política de México [México: Porrúa, 1998 (1912)]).
En una lectura superficial, podría parecer que Rabasa no hacía más que justificar las tres décadas que Porfirio Díaz se mantuvo en el poder. Sin embargo, al revisar más a fondo, se hace evidente un razonamiento lógico para quien estaba viviendo la realidad de ese momento:
El sufragio no es simplemente un derecho: es una función, y requiere, como tal, condiciones de aptitud que la sociedad tiene el derecho de exigir, porque la función es nada menos que la primordial para la vida ordenada de la República. […] Es preciso que cada ciudadano tenga voluntad, y la voluntad es imposible sin el conocimiento del asunto que ha de moverla. En estas condiciones, el setenta por ciento de los electores no son sino materia disponible para la violación de la voluntad de los ciudadanos que en realidad la tienen; y como aquellos son, por vicio secular, sumisos y obedientes a la autoridad que de cerca los manda, han sido, sin excepción de lugar ni tiempo, la fuerza de que los gobiernos se han servido para evitar la elección libre y hacerla en provecho de sus propósitos. […] El principio verdaderamente democrático de sufragio universal, consiste en extender el derecho de voto al mayor número de miembros del cuerpo social, calificados por su aptitud, y sin hacer exclusiones por motivos de nacimientos, condición social o pecuniaria o cualquiera otro que constituya privilegio [énfasis añadido].
Poco tiempo después de la aparición del texto de García Granados, el panorama nacional habría de cambiar, violentamente, para hacer aparecer en la escena de la vida pública a los nuevos actores, hasta entonces relegados, constituidos desde entonces en símbolo de la nacionalidad: los indígenas. Al final, sin embargo, el proyecto seguiría siendo el mismo, la asimilación. El pasado indígena se asumió como propio por las élites mestizas revolucionarias. Según se entendía entonces, toda construcción política de la nación, para ser gobernable y hacer de la población individuos sujetos a normas y derechos, precisaba homogenizar la heterogeneidad. La construcción de un estado requería necesariamente de la eliminación de la diferencia y en muchos casos habría de implicar exterminar al otro (ver Olivia Gall, “Identidad, exclusión y racismo: reflexiones teóricas sobre México,” Revista Mexicana de Sociología, no. 2 [2004]: 221-259).
Creo que el texto de García Granados es un ejemplo de cómo se va construyendo, delimitando esa otredad que precisa ser diluida. Con el triunfo de la revolución mexicana, se consiguió, al menos en parte, lo que él proponía: institucionalizar el intento de civilizar a la fuerza a través del despojo y la coacción civilizatoria. Al menos en parte, se aclara, porque seguramente García Granados imaginaba un prototipo nacional europeizado, blanqueado, asimilado por la mezcla con esas “razas” civilizatorias. Al final, el asunto se resolvió, diría Alan Knight, debido a la incapacidad de «civilizar» al indio, colocándolo en el centro del orgullo nacional y, al mismo tiempo, depositándolo en algo de lo que nos avergonzamos. El racismo clásico excluye al otro desde la superioridad. En México se hizo desde la inferioridad (ver Alan Knight, “Racismo, revolución e indigenismo. México 1910-1940,” en Graham Richard, ed., The idea of race in Latin America, 1870-1940 [Austin: University of Texas Press, 1990]).
En algún momento del devenir nacional, esos principios de identificación colectiva racistas explotaron aquello que las élites políticas nacionales no pudieron cambiar por decreto: la gran masa de habitantes no europeos del país. En algún punto, el discurso de García Granados —compartido por otros tantos—, que subrayaba los aspectos negativos de los “indios”, señalándolos como gente problemática que obstruía el progreso de la nación, se convirtió en un discurso nacionalista, discurso que explotando esa condición supuestamente irremediable, trató de dirigir la atención hacia la capacidad de «carga» y «aguante» de lo que se denominaría «raza de bronce«.
Hay evidencias de que la elite revolucionaria mexicana de inicios del siglo XX, incluso Francisco I. Madero, compartía las ideas que García Granados tenía acerca de los grupos iletrados, coincidentemente indígenas. Con todo, dicha elite fue consciente de la necesidad de incluir a estos grupos en el corpus de la nación en ciernes, exaltando sus “particularidades” —de las que no obstante nunca terminaron de sentirse orgullosos—, pero también institucionalizando el esfuerzo por homogeneizarlos, absorberlos y asimilarlos.
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