por Luis Fernando Granados *
I.
Es grande la tentación de vincular el presente con los hechos o artefactos del pasado para hacerlos significativos. Sobre todo a la hora de “conmemorarlos”, pero también cuando intentamos enseñar, hacemos difusión o registramos un proyecto, las historiadoras solemos subrayar la importancia actual de los fenómenos que nos interesan, como si de ese modo esperáramos atrapar la atención de quien nos escucha, nos lee o va a financiarnos. A veces parece incluso que la legitimidad de la historia —su legitimidad social, pero también académica— radica precisamente en esa conexión: en el hecho de considerar que el pasado no está muerto o forma un país aparte sino, al contrario, que es (todavía) parte de nuestro presente y aun que es necesario para nuestro futuro. ¿Cómo justificar si no la inmensa cantidad de recursos —aulas y becas, bibliotecas y plazas— que la sociedad destina a formar y a mantener a las historiadoras profesionales?
Esa forma de presentismo, seductora y casi irresistible, tiene sin embargo un costo demasiado alto como para seguir ignorándolo. Para empezar, nos hace participar en un sistema axiológico marcadamente utilitario, un modo de juzgar el conocimiento a partir de sus efectos concretos, inmediatos y mensurables, que de manera inevitable condena al olvido o a la marginación disciplinaria a un gran número de asuntos, fenómenos y problemas “intraducibles” a las preocupaciones del presente. Aún más grave es la reacción habitual ante esta expectativa de utilidad cortoplacista —precisamente el vínculo entre pasado y presente—, pues con frecuencia nos lleva a deformar la naturaleza de los hechos y las cosas del pasado con el fin de establecer su valor social, epistemológico o disciplinario.
De modo que la teleología no es sólo un vicio de la vieja historiografía; es apenas la forma más burda de la tendencia generalizada a confundir historia con genealogía y establecer así vínculos (causales) necesarios entre el pasado y el presente, secuencias lineales (inexorables) que convierten al pasado en antecesor del presente. Pero ni el presente es el único futuro posible del pasado ni todo el pasado puede reducirse a mero origen de lo que hoy es. Olvidados del todo, a medias insepultos y aun groseramente expuestos, los pasados “truncos” o infértiles, disueltos por el curso de los acontecimientos o aplastados por el porvenir son en realidad legión; al menos tantos como cada epidemia, terremoto, matanza, inundación, hambruna, migración, derrota, acto de crueldad, gesto de desamor y decisión caprichosa ocurridos desde que el mundo es mundo. Y como los neandertales, apenas si tienen algo que ver con la humanidad que somos.
II.
A esa clase de pasados pertenece el Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana, esa constitución que el poder legislativo de un país llamado indistintamente Anáhuac o América Mexicana proclamó en Apatzingán el 22 de octubre, 1814. Contra lo que torpemente afirmaba ayer Manlio Fabio Beltrones en Reforma, pero también contra lo que —de manera mucho más sofisticada— enunciaba el lunes pasado Roberto Breña en el blog de Nexos y el domingo Leticia Bonifaz en el Confabulario de El Universal (por lo demás excelente número dedicado a la efeméride), el decreto no puede ser tenido como un “antecedente” del orden jurídico mexicano actual, mucho menos como la primera forma constitucional de la “nueva patria”, o incluso decir que «[la matanza de Iguala] es una de las muestras más flagrantes de que el espíritu y la letra del Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana parecen haber fracasado rotundamente». Y no es posible, simple y sencillamente, porque entre Anáhuac y México media un abismo político, histórico y conceptual insuperable; esto es, porque aquel país no se encuentra en el origen de éste.

En lo institucional, las diferencias entre una y otra polis son bastante notorias. Anáhuac quería ser una república integrada por 17 provincias representadas en un congreso unicameral de 17 miembros, gobernada por un triunvirato —sin mando de tropas— y con un sistema de justicia presidido por un supremo tribunal compuesto por cinco individuos (aquí una versión del texto). La república mexicana definida el 4 de octubre, 1824, en cambio, quedó integrada por 19 estados “libres, soberanos e independientes” representados en una de las dos cámaras del poder legislativo federal (la otra debía constituirse a partir de un criterio demográfico: un diputado por cada 80 mil “almas”), además de cuatro territorios y Tlaxcala; el poder ejecutivo fue encomendado a una sola persona —que sería además comandante supremo del ejército— y la cabeza del poder judicial a una suprema corte en la que servirían once ministros (aquí una versión del texto).
Apurando un poco las cosas, puede decirse entonces que América Mexicana se imaginó como una asociación de provincias reunidas en un congreso de hecho todopoderoso, mientras que, de manera más ortodoxa —o sea, más relacionada con la teoría de Montesquieu y la constitución estadounidense de 1787—, los Estados Unidos Mexicanos adoptaron un delicado sistema de “pesos y contrapesos” entre los estados miembros de la federación, el congreso general y la presidencia de la república. No obstante, es cierto que en el estado-nación creado después del colapso del Imperio Mexicano los atributos de sus entidades estaban descritos con una precisión que se extraña en la magna carta anahuaquense; por eso no ha sido infrecuente que ésta se califique como “centralista” o despreocupada de una cuestión —la relación entre las partes y el todo de la república— que estuvo en el centro de los debates políticos y militares del siglo XIX.
Llama la atención, por otra parte, que la primera constitución republicana de México sea tan sólo un mapa institucional, mientras que el documento constituyente de Anáhuac, además de un esquema de la estructura gubernamental (como muchas otras constituciones modernas), sea también —al mismo tiempo— una especie de ensayo de teoría política, una carta de derechos y un gesto gubernativo coyuntural. Efectivamente, el decreto de 1814 contiene una serie de consideraciones sobre la naturaleza y el propósito del estado, de poca o ninguna consecuencia político-administrativa, que bien podrían haber sido parte de un tratado, o un catecismo: señaladamente los artículos de los capítulos 2 y 4 del título 1, que definen qué es la soberanía y qué es la ley antes que describir su funcionamiento. De manera concurrente, el documento enumera —en especial en los artículos del capítulo 5 del título 1— un conjunto de garantías sociales e individuales, ausentes de la constitución mexicana de 1824 (y de la estadounidense antes de la reforma de 1789-1791), que obviamente recuerda a las “declaraciones” revolucionarias francesas de fines del siglo XVIII. Pero como la realidad de Anáhuac estaba comprometida por la guerra, a menudo el documento exhibe un carácter coyuntural; por ejemplo, cuando considera las eventualidades del conflicto militar —la ocupación de casi todo el territorio nacional por fuerzas “españolas”— como parte de la constitución misma y no, como hubiera podido ser el caso, como meros obstáculos momentáneos susceptibles de ser tratadas en artículos transitorios.
En conjunto, estos rasgos ponen de manifiesto que la constitución de América Mexicana, más que un “manual del usuario” estatal, era ante todo la descripción de un proyecto político en construcción y por ello que buscaba persuadir antes que simplemente disponer el arreglo de la cosa pública. Este sentido argumentativo es más acentuado en la constitución anahuaquense que otros documentos de su clase, que han sido escritos con tal aridez tecnocrática que parecen estar dirigidos sólo a clase política que los produce. (Aunque sin idealizar: el decreto de 1814 también es aburridamente técnico.) Pero no nada más. Si se dirigía al “pueblo” de manera preferente, y sólo en segunda instancia a los “estadistas”, es porque el documento de Apatzingán era expresión de un movimiento político-militar de gran calado o, más bien, porque era la “traducción” —en la jerga del estado y el derecho— de una utopía anticolonial que muchos campesinos y trabajadores urbanos del centro de Nueva España habían estado construyendo por medio de su movilización armada desde 1810.
Como la pieza central de ese proyecto revolucionario terminó por convertirse en un lugar común del pensamiento político occidental, y como el metadiscurso que establece la primacía intelectual europea sigue gozando de cabal salud, para mucha gente resulta difícil advertir que la igualdad categórica proclamada por el poder legislativo de Anáhuac —“Se reputan ciudadanos de esta América todos los nacidos en ella”, dice el artículo 13 del decreto— está lejos de ser una simple regurgitación de los principios de la ilustración. Lejísimos, en realidad. Porque a fines de 1814 ninguno de los grandes y medianos estados europeos y americanos —salvo los dos que “regían” sobre el antiguo Santo Domingo francés, así como el de Cartagena de Indias— entendía igualdad como la entendemos o fingimos entenderla hoy.
Desde sus primeras manifestaciones políticas, la igualdad de raigambre ilustrada había sido en efecto una igualdad limitada, que coexistía con la esclavitud y con la marginación política de quienes eran considerados no europeos (biológica o culturalmente); en una palabra, era una igualdad racista y eurocéntrica. De ahí que los regímenes fundados en la declaración de independencia estadounidense, la declaración francesa de derechos del hombre y el ciudadano y la constitución española de 1812 pudieran hablar de igualdad y al mismo tiempo, sin despeinarse apenas, empeñarse con ahínco en preservar, consolidar y aun expandir la esclavitud y los “sistemas de castas” en sus territorios y posesiones coloniales.
En Anáhuac, en cambio, igualdad debía ser “igualdad para todos”. (Salvo las mujeres, claro.) Como en el Santo Domingo francés entre 1791 y el momento de la constitución de Haití en 1804-1805, la revolución popular novohispana había redefinido el significado del término, forzando su extensión conceptual hasta hacerla corresponder con su dominio semántico, a través una serie de actos políticos y militares eventualmente codificadas por sus dirigentes, primero en la abolición de la esclavitud y el tributo de los indios y los pardos, y más tarde en la disolución de las todas distinciones de castas. Poco importa que quienes redactaron la constitución e intentaron construir la América Mexicana fueran letrados, y que hasta ese momento hubieran sido legalmente españoles. Por su voz, digamos, hablaba otra voz —que además no siempre entendían.
El país de la igualdad política absoluta, sin embargo, se colapsó apenas al nacer: en diciembre de 1815, un golpe de estado acabó con el supremo congreso mexicano y forzó a la fragmentación de fuerzas que de este modo volvieron a ser, como sus semejantes de fines de 1810, auténticamente “insurgentes”; es decir, enemigas del orden establecido antes que agentes de la construcción de un nuevo régimen. Y si bien es cierto que en 1821 esas fuerzas se sumaron al movimiento de Iguala y contribuyeron de manera decisiva a la creación del Imperio Mexicano, también lo es que lo hicieron un poco a la manera de los neandertales en su trato con el homo sapiens: desde una posición subordinada y crecientemente marginal (no obstante un breve repunte a fines de la década de 1820), hasta que su participación en el “código genético” de México pareció evaporarse por completo en algún momento del siglo XIX. Como lo neandertal en la humanidad que somos, empero, ese pasado infecundo encontró, ha encontrado, un modo de reinventarse en el presente, de sugerirse aquí y allá en este país de la desigualdad y la injusticia. Aunque a veces no sea fácil —por más que sea necesario— reconocerlo.
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