por Benjamín Díaz Salazar *
Hace algunos días, durante una charla con colegas, se enfrentaron en la mesa varias posturas respecto a las fuentes propias del quehacer historiográfico. En la acalorada discusión unos refirieron el menosprecio de sus fuentes, otros alegaron la predominancia de las propias y unos más reafirmaron su incapacidad por renovarse.
Los historiadores y las historiadoras actuales aún ven con ojos de reserva recurrir a las imágenes como objeto de estudio de una investigación o utilizar los informes arqueológicos como una fuente principal. Es impensable para muchos que una pieza musical nos pueda ofrecer algo más que un simple acompañamiento. Es en este contexto en el que quisiera lanzar el cuestionamiento: ¿qué tan innovadores somos y qué tanto provecho sacamos de lo que nos ofrece el pasado?
Antes de proseguir considero importante aclarar un problema agudo que nos agobia. Al igual que una clasificación taxonómica, el gremio se ha agrupado en tribus que se apropian de su mote con una sencilla regla: tema o etapa de interés más el sufijo -ista. Surgen así los medievalistas, los colonialistas, los prehispanistas, los porfiristas y otros tantos ejemplos de clanes. Las excepciones se hacen presentes con los llamados decimonónicos, los revolucionarios o los contemporáneos, entre otras clasificaciones. Aunque pareciera ser una digresión innecesaria, refleja la filia por sus fuentes que cada corriente profesa.
En el caso mexicano, las polémicas más agudas se dan entre aquéllos que desprecian las fuentes que ofrecen disciplinas como la arqueología, la epigrafía, la iconografía, la fotografía o la filmografía, y aquellos que acusan de la existencia de un fetichismo por el papel. Un profesor calificó de neopositivistas a esta nueva generación de historiadores e historiadoras, que encuentran en el documento la única y predominante fuente para la construcción de una investigación.
Lo cierto es que, más que otorgar un valor preponderante a unas sobre las otras, es preciso comprender la utilidad que pueden ofrecer a las investigaciones en su conjunto. Igual de aventurado es utilizar exclusivamente una especie de fuente, pues la perspectiva se limita y la carencia de profundidad se hace evidente. Pero, ¿qué tan dispuestos estamos a modificar nuestros rígidos cánones de trabajo?

Frank Ankersmit, en su Historia y tropología: Ascenso y descenso de la metáfora, traducción de Ricardo Martín Rubio Ruiz (México: Fondo de Cultura Económica, 2004), propone que para generar un conocimiento nuevo se debe tener una experiencia histórica. Entiéndase ésta como el acercamiento del estudioso con la fuente de primera mano, ya sea un documento, una construcción, una pieza cerámica, una canción, una foto o una cinta cinematográfica, con el objetivo de generar una reflexión sobre la realidad histórica y generar un texto distinto e innovador.
Olvidar que nuestro quehacer principal estriba en ofrecer a la comunidad información nueva y veraz, ensancha las murallas de la ignominia. Cabría preguntarnos: como profesionales del pasado, ¿qué tanto conocimiento nuevo estamos generando y qué tan atractivo resulta para nuestros lectores y lectoras?
Abrir panoramas sobre las fuentes nos obliga a conocer las disciplinas que las estudian. Sea pues un camino para fortalecer nuestra formación, participar en la anhelada interdisciplina y sobre todo, generar información innovadora. Demos un paso en la utilización de fuentes y disciplinas distintas, con la firme convicción de proponer un conocimiento diferente. Miremos los nuevos horizontes que nos ofrece el pasado. Lejos de demeritar la información que provee una estela maya, una cédula novohispana o una película del Santo, saquemos jugo a la historia que nos cuentan y construyamos nuevos senderos para Clío.
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