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La vida en mexicano

por Luis Fernando Granados *

No obstante el número ordinal de su nombre, la XIV Reunión Internacional de Historiadores de México —que se celebró a fines de la semana pasada, organizada por el Centro Katz de Estudios Mexicanos de la Universidad de Chicago— fue en realidad la primera en su tipo, al menos formalmente. Nunca antes, en efecto, se había reconocido que en las reuniones de historiadores de “México y Estados Unidos”, llamadas más tarde de historiadores “mexicanos, estadounidenses y canadienses”, participaban de manera regular profesionales del pasado de otras nacionalidades o establecidos en otros países además de los de América del Norte. En ese sentido, la decisión del comité organizador podría verse simplemente como un acto de aceptación de hechos, necesario además dado que uno de los cuatro conferencistas magistrales (Alan Knight) fue durante muchos años profesor de una universidad europea y, hasta donde es posible suponer, tiene un pasaporte europeo.

Pero fue más. Junto al cambio de nombre, algunas de las características del congreso permiten entenderlo como un suceso historiográfico en verdad significativo o, mejor, como una oportunidad para reflexionar sobre el presente y el futuro de los estudios mexicanos en el mundo y sobre el carácter de su comunidad científica. Como recordó Mauricio Tenorio al principio de su intervención en la segunda sesión plenaria —una fina parábola sobre las fronteras entre lo mexicano y lo estadounidense en el siglo XX—, en su origen estas reuniones buscaban promover el diálogo entre dos tradiciones historiográficas relativamente autónomas y poco relacionadas entre sí (pero, ojo: relativamente), que además estaban profesionalizándose de maneras diferentes aunque paralelas. Dicho de otro modo: como en 1949 o en 1958 —cuando se realizaron las primeras dos reuniones— todavía era posible postular la existencia de una historiografía estadounidense sobre México, distinta y más o menos independiente de la producción historiográfica hecha en México, era natural y hasta urgente que ambos modos de entender el pasado de nuestro país buscaran conocerse y confrontarse.

 

Josefina Vázquez, Alan Knight y Mauricio Tenorio en Chicago, el 21 de septiembre, 2014. (Foto: María Bárbara Zepeda Cortés.)
Josefina Vázquez, Alan Knight y Mauricio Tenorio, el 21 de septiembre, 2014. (Foto: María Bárbara Zepeda Cortés.)

Ése, por supuesto, ya no es el caso. Desde más o menos los años sesenta del siglo pasado, los estudios mexicanos se han internacionalizado de manera radical e irreversible. Por una parte, a causa de la creciente centralidad historiográfica de los estudios pensados y escritos más allá del espacio cultural “mexicano”. (A guisa de ejemplo, compárese la rapidez con que Siglo Veintiuno editó en México el Zapata de John Womack con el hecho de que el Hidalgo de Hugh Hamill, apenas tres años más joven, nunca fuera traducido al español.) Por la otra, como resultado de que cada vez son más los historiadores mexicanos formados en el “extranjero” y que por ello están habituados a trabajar de formas distintas a las que imponen las instituciones mexicanas. (El ejemplo más célebre, naturalmente, es el primer libro de Enrique Florescano, que temática, metodológica y hasta estilísticamente es una obra “francesa”, por más que se ocupe de pósitos, alhóndigas y arrobas de maíz.)

Como toda globalización, la confluencia de ambos procesos no sólo ha producido una cierta estandarización de prácticas y expectativas historiográficas; también ha generado un espacio disciplinario donde las disonancias formales, metodológicas y conceptuales son más evidentes y problemáticas, aunque casi nunca susciten una discusión abierta. Aunque es cierto que las historiografías “nacionales” sobre México siguen siendo hasta cierto punto autótrofas —especialmente la estadounidense, que tiende a darse el lujo de ignorar lo que se produce en otras partes del mundo—, la influencia de experiencias y referentes intelectuales compartidos, y en menor medida debatidos, ha tenido el saludable efecto de “descentrar” el conocimiento sobre el pasado mexicano; esto es, ha hecho cada vez más difícil concebir la historia de México como patrimonio de una sola tradición historiográfica.

En ese sentido, reconocer el carácter internacional de la producción historiográfica sobre México no sólo es un gesto retórico plausible; tendría también que implicar una auténtica internacionalización de las reuniones, lo mismo respecto al lugar de su celebración que, sobre todo, en lo que toca a la composición del comité organizador —que hasta ahora no cuenta con participación de historiadores afincados en otras latitudes y todavía está dividido en una sección mexicana y otra de Estados Unidos y Canadá—. Hacerlo terminaría de consolidar estas reuniones como el principal foro general de historia mexicana, algo que se antoja incluso más urgente dada la inexistencia de otros espacios semejantes puramente “mexicanos”. (Para ello, de cualquier modo, sería también importante que se remediara el extraño desbalance temático que tuvo la reunión de Chicago, donde prácticamente no hubo mesas de historia colonial, sobre todo anterior al siglo XVIII, y ni una sola estuvo dedicada al pasado prehispánico de los territorios que hoy forman o alguna vez formaron parte de México.)

La internacionalización de la historia de tema mexicano, por lo demás, plantea un problema de orden comunicativo y quizá también hermenéutico que se manifestó de manera preocupante en la reunión de Chicago. En otra decisión a la vez audaz y problemática, el comité organizador —encabezado esta vez por Emilio Kourí— decidió repudiar el bilingüismo que de facto había caracterizado a las reuniones anteriores y adoptó el español como idioma único para comunicarse con los participantes; hasta las propuestas de las mesas y los resúmenes de las ponencias debieron ser redactadas en esa lengua. (Es cierto que ya en 2010, en la reunión de Querétaro, se había enunciado el mismo propósito, pero muchos trabajos se presentaron en inglés .) Y aunque en vísperas de la reunión se especificó que sólo “de preferencia” los trabajos se presentarían escritos en español, el sentido de la política general era claro: en una reunión de estudiosos de México, la lingua franca debía ser el idioma de la mayoría de los mexicanos.

Varias de las eminencias convocadas, sin embargo, ignoraron olímpicamente el espíritu de esa decisión. Y así John Coatsworth, Eric Van Young, Jaime Rodríguez, Gilbert Joseph y Alan Knight —por lo menos— leyeron sus textos en inglés, como si estar en Estados Unidos, o con la excusa de haber pensado sus intervenciones en otro idioma, los autorizara a rechazar la política lingüística adoptada por el comité organizador. Apurando un poco las cosas, en su desplante cabe advertir una cierta actitud imperialista, la arrogancia de quien presume que el inglés tiene que ser entendido por todo el mundo porque se trata de la lengua principal de las últimas dos potencias hegemónicas. Seguramente hay algo de eso. Pero luego de dos días de escuchar —y batallar con— el rudimentario español de muchos otros historiadores anglófonos, no estoy muy seguro de querer que la experiencia reivindicadora se repita dentro de cuatro años en Guadalajara.

Don’t get me wrong, though. I know full well that writing and speaking in a different language is painful and frustrating, and that only a few people are capable of being eloquent in more than one language—if at all. (By the same token, I’m deeply grateful to every English-speaker who has had to deal with my clumsy grammar, my thick accent, and my lack of cultural competence on things American.) El problema, en otras palabras, no es de capacidad lingüística per se; no es que hablar “bien” o hablar “mal” una segunda (o tercera) lengua sea un problema en sí mismo. Es más bien que la precariedad en el dominio del español entre muchos, demasiados, historiadores de México nacidos o que trabajan en Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido sugiere (me sugiere) una relación igualmente precaria con su objeto de estudio.

Esta precariedad se manifiesta al menos de dos modos. En un sentido más inmediato, el problema tiene que ver con el estatus del español como lengua científica o literaria o, más bien, con el menosprecio del español como idioma legítimo de la vida académica: el hecho de que se suponga —comenzando por Conacyt— que un libro o un artículo en inglés “valen” más, o son más “internacionales”, que lo que se redacta o se publica en español, o que en general se espere que las citas españolas en un texto en inglés sean traducidas, mientras que no ocurre lo mismo si se trata de una cita, digamos, en francés. Más grave es que, con contadas excepciones, las obras de tema mexicano escritas en español y publicadas en México suelen no figurar en las bibliografías de las obras escritas en inglés y publicadas en Estados Unidos o en el Reino Unido, como si lo único digno de leer en español fueran las “fuentes”, no a los colegas —no se diga literatura literaria.

En un sentido más profundo, la precariedad del español de muchos historiadores anglófonos pone de manifiesto que para ellos el español sólo es lengua laboral, no cultura apropiada; es decir, que la lengua dominante en México es nada más una herramienta de trabajo y no uno de los ingredientes centrales de una manera de estar en el mundo —cultura que incluye pero que no puede limitarse a lo que se encuentra en los archivos, las bibliotecas y las reuniones académicas— con la que ha de establecerse una relación personal para que tenga sentido cualquier empresa historiográfica. Y aunque no es cosa de vestirse de china, dejarse crecer bigotes zapatistas, emocionarse con una jarana o preferir el tequila al bourbon —pues por supuesto la exotización no es más que un solipsismo invertido—, es claro que la posibilidad de una historia responsable, comprometida con su objeto de estudio, requiere una relación íntima entre el investigador y las personas y los espacios de los que se ocupa. De otro modo, sencillamente, el trabajo se vuelve chamba, el pasado se cosifica, y así nada queda de la Torah o’gormaniana. Y todos compartimos ese credo, right?

4 comments on “La vida en mexicano

  1. Iván Escamilla

    Estimado Luis Fernando, comparto por entero tus observaciones sobre el problema del menosprecio del español como lengua científica. Ya es un lugar común celebrar que el español es supuestamente una de las lenguas que más crecen en número de hablantes en el mundo, pero nadie parece interesado en que eso derive en su consolidación como lengua para la comunicación científica. Como editor de una revista arbitrada mexicana de larga tradición en el área de la historia colonial puedo atestiguar acerca de los sutiles modos de discriminación usados por las grandes corporaciones comerciales de la edición científica para desalentar el uso del español en favor del inglés, pretextando siempre la mayor «visibilidad» que se alcanza a través de esta última lengua. Igual que tú, creo que suscribir esos criterios, incluso si se hace de manera inconsciente o bien intencionada, revela una profunda asimetría internacional en la producción del conocimiento (incluso entre especialistas de la misma área, como en este caso los mexicanistas), en la que de antemano se demerita la calidad y relevancia, o incluso se niega la existencia del conocimiento generado por quien no se allana a comunicarse exclusivamente en la lengua de la potencia hegemónica. La actitud diametralmente contraria puede llevar a situaciones extrañas, como lo que ocurrió en Chicago y que relatas en tu texto; pero me parece positivo manifestar lo que hay detrás y provocar un debate en el que necesariamente deben participar tanto los colegas hispanófonos como anglófonos. Saludos.

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  2. Douglas McRae

    Hola,
    Estoy de acuerdo con lo que has dicho respecto a «una historia responsable, comprometida con su objeto de estudio, [que] requiere una relación íntima entre el investigador y las personas y los espacios de los que se ocupa». Creo que en gran parte se trata de un asunto generacional. Los «mexicanistas» mencionados arriba se formaron en un contexto académico que no valoraba el uso del idioma más allá de leer fuentes y documentos. Ir más allá de eso y aprender a realmente dialogar y expresarse en otro idioma era asunto personal, fuera de la educación formal. Lo demás es inercia, pues también se apoya en las desigualdades entre las dos corrientes historiográficas que mencionas vinculadas al idioma. Aún así, no es justificable «ignorar olímpicamente» la decisión de usar el español en la conferencia, especialmente por esos historiadores, usualmente muy estimados. Sin embargo, hoy en día (desde mi punto de vista) se está promoviendo un aprendizaje de idioma más profundo (a comparación de antes, cuando era como si uno estudiara latín, sólo para traducir textos), enfatizando conversación y experiencias interculturales como study abroad, aunque obviamente no todos estos programas son de la misma calidad. Sigue siendo la responsabilidad de cada estudioso angloparlante mejorar su nivel de expresión en otro idioma, así para acabar con las tendencias descritas arriba. Si yo me esforcé para aprender el español, era porque quería lograr una mejor conversación y entendimiento intelectual con mis colegas y amigos hispanohablantes, y ahorita me encuentro haciendo lo mismo con el portugués. Ahora soy alumno de doctorado en historia en Georgetown (como tú fuiste), y a pesar de lo que acabo de decir sobre las actitudes cambiantes acerca del uso del idioma, me sorprende que las famosas pruebas de idioma administradas al principio del semestre sean así: uno lee el texto en español (por ejemplo) y responde a preguntas de manera escrita… en ¡inglés! A eso me refiero cuando hablo de la inercia. Pues ojalá comencemos a observar un cambio en esas actitudes por todos niveles en los años que vienen. Saludos desde Washington DC.
    (ah, y disculpa cualquier error ortográfico que hubiera!)

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  3. Alfredo Ávila

    Muy buena contribución, Luis Fernando. En las memorias de las primeras reuniones todavía es posible leer la confrontación de cómo se hacía Intellectual History en Estados Unidos y cómo Historia Intelectual en México, entre otras. La mesa que coordinó Roberto Breña (la independencia de México en relación con América del Norte, España y América Latina) se parece un poco a lo que antes se hacía, aunque en vez de Eric Van Young me hubiera gustado escuchar a Adam Rothman hablar de la guerra civil en las colonias esclavistas. Pero lo más importante de tu post es lo del español como lengua de comunicación científica. Estoy de acuerdo con Iván respecto de la discriminación que algunas grandes corporaciones tienen con el español. A mí también me molestó mucho que cierto colega en Chicago dijera que hay importantes interpretaciones sobre la independencia que se hacen fuera de Estados Unidos pero que lamentablemente no se citan en inglés (lo cual, por cierto, es falso). Como estos comentarios se han vuelto sin querer un coloquio georgetauniano permítanme contarles una anécdota: cuando impartí clases en Georgetown, invitado por John Tutino, dejé a mis estudiantes leer sólo artículos y libros en español. Cuando me entregaron los trabajos finales, la mayoría únicamente citó trabajos en inglés. Sólo quiero hacer un comentario más: con todo y que estoy de acuerdo contigo y con Iván Escamilla, pienso que esa defensa del español como lengua científica ha servido también a muchos de mis colegas como excusa para no acercarse a los colegas anglófonos, unas veces por mera ignorancia del idioma otras por miedo a los procedimientos de dictaminación de las publicaciones gringas. Muchas veces los espacios endogámicos encuentran argumentos de este tipo para justificar su cerrazón (en México y en Estados Unidos también)

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  4. Gracias por tus observaciones, estoy muy de acuerdo con el compromiso que tenemos los historiadores no sólo al mundo acádemico sino al público en general quienes también benefician de las aportaciones que hacemos sobre la historia de México. Y creo que en cuestiones prácticas de la organización del encuentro- pusieron las mesas de historia colonial al mismo tiempo- el sábado cuando me tocó dar mi ponencia, al mismo tiempo estaban dando sus presentaciones los otros historiadores de la colonia en otra mesa. Mi presentación fue sobre los zapotecos en el siglo XVI y mis colegas también presentaron sobre el siglo XVI pero una fue sobre los Nahuas y la otra sobre el Norte de México.

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