por Bernardo Ibarrola *
El fenómeno conocido genéricamente como “transición mexicana” no ha implicado un quiebre constitucional. Aunque a principios de este milenio parecía evidente que el paso de un régimen autoritario a uno democrático necesitaba un nuevo acuerdo político de base, e incluso se elaboró el borrador de un texto constitucional, el proyecto no sobrevivió al primer año del sexenio encabezado por Vicente Fox: en realidad el flamante gobierno no quería ni necesitaba promover un nuevo pacto político.
Esto puede entenderse con un vistazo a las últimas cuatro o cinco décadas del poder legislativo federal en México. En 1976, la bancada priista de 195 diputados, más los 22 diputados de sus dos partidos satélite (PPS y PARM), gozaba de completa hegemonía frente a las 20 curules ocupadas por opositores del PAN. Tres años después, el régimen político iniciaba su apertura a través de una nueva cámara baja, integrada por 300 diputados de mayoría relativa y 100 de representación proporcional. Del primer grupo, 296 eran del PRI y 4 del PAN; del segundo, 62 provenían de las oposiciones tradicionales (39 del PAN, 11 del PPS y 12 del PARM) y 38 de agrupaciones que hasta entonces no habían participado en el poder legislativo: 19 del PDM, de raigambre sinarquista, y 28 diputados “rojos”, 18 del PCM y 10 del PST. Con 319 diputados “amigos” del gobierno y una oposición dividida ideológicamente —53 diputados de derecha, 28 de izquierda—, el régimen político concedía algunos espacios sin arriesgar nada.
No obstante, el tránsito hacia un sistema pluripartidista se había iniciado. En 1982, la relación de diputados del gobierno-diputados de oposiciones fue 309-91; tres años después, 312-88. Para la elección federal de 1988, en la que se estrenó cámara de 500 diputados, la relación fue 262-238; tres años después, 320-180. En 1994, año del levantamiento zapatista y del asesinato del candidato Colosio, fueron electos 300 diputados del gobierno y 200 de las diversas oposiciones.
En 1997, con 239 curules, el gobierno se vio obligado a negociar con alguna fuerza de oposición, y prefirió al PAN (121 diputados) que al PRD (125). Inició un periodo de 15 años en que el partido en el gobierno no contó con mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. En 2000 sólo había 223 diputados de la coalición que llevó a Fox al poder, mientras que el PRI tenía una bancada de 208 diputados y la coalición de izquierda, de 62; tres años después, esta tendencia se acentuó, pues la LIX legislatura se conformó con 165 diputados del gobierno, 203 del PRI y 108 de PRD-Convergencia-PT. Durante el segundo sexenio del PAN en Los Pinos, esta situación no se modificó: 206 diputados del gobierno, enfrentados a dos coaliciones opositoras: PRI-PVEM (223) y PRD-Convergencia-PT (138). La situación se agudizó tres años después: 142 diputados del PAN ante 242 del PRI, 77 del PRD-PT y 22 del PVEM.
En las elecciones de 2012 concluyó este intervalo de minorías legislativas. El PVEM y Nueva Alianza se sometieron definitivamente al PRI y, entre los tres partidos llegaron a la cifra mágica de 251 diputados (212+29+10). Sin embargo, durante el cuarto de siglo anterior, se pasó, en efecto, de un sistema con partido prácticamente único (como lo definió Carlos Salinas de Gortari en julio de 1988) a una sistema tripartidista en el nivel federal y a una auténtica poliarquía en los demás niveles. En 1989, un candidato no priista llegó por primera vez a la gubernatura de un estado de la federación; en 1994, un nuevo senado de 128 curules comenzó a sesionar con 33 senadores de oposición; en 1997 más de la mitad de los municipios y ciudades eran gobernados por partidos distintos al PRI.
Este proceso ha sido mucho más terso de lo que los jaloneos sexenales dejarían suponer. En 1988, las oposiciones alegaron un fraude masivo en las elecciones presidenciales, pero aceptaron gustosas el resultado en las elecciones legislativas, que había sido el mejor de su historia. Algo semejante ocurrió 18 años después: en 2006, la coalición de izquierda denunció con argumentos muy atendibles la comisión de muchos delitos electorales, pero ninguno de sus 138 diputados ni de sus 28 senadores electos en esa oportunidad pidió la anulación ni la revisión de la elección en la que habían resultado triunfadores.

Las oposiciones en México se han consolidado y burocratizado. Cada sexenio hacen lo que pueden para conquistar el poder federal, pero si no lo consiguen continúan participando y co-gobernando, tan campantes. Se oponen al nuevo gobierno, pero no cuestionan en realidad la fuente de la que éste dimana, pues es la misma que les da existencia a ellos. Son una leal oposición, en el más literal sentido del término. La aparente contradicción, suscitada por algunas palabras y actos de ciertos personeros de la oposición, es sólo producto del marketing político asumido por cada partido con miras a la siguiente elección. En los ámbitos de poder todo el mundo lo sabe y lo asume. La clase política mexicana se hizo un sistema a su medida y está cada vez mejor avenida; la discusión en torno a la reforma energética es un una buena evidencia de ello.
El 5 de febrero, los dirigentes de Morena denunciaron al presidente Peña Nieto ante la PGR por traición a la patria, por haber promovido la reforma constitucional en materia energética; el 11 de agosto, el dirigente nacional del PRD anunció que la “madre de todas las batallas” será en junio de 2015, cuando pretende que se realice una consulta popular sobre la reforma energética; el 24 de agosto, el Instituto Electoral del Distrito Federal entregó los primeros 2 millones 866 mil 55 pesos al recién registrado Movimiento de Regeneración Nacional (Morena); el 28 de agosto, Silvano Aureoles, ex candidato del PRD a la gubernatura de Michoacán, y antiguo senador, asumió el cargo de presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados gracias a un acuerdo celebrado con el PRI y el PAN hace dos años y refrendado la víspera desde Los Pinos.
Por un lado se acusa de traición a la patria al presidente y se anuncia una gran campaña nacional para realizar una consulta popular; por el otro, se acepta dinero público y se avanza en la ocupación de puestos clave de los ámbitos de negociación política. No es esquizofrenia, sino modus operandi. La prioridad no es detener la reforma energética sino ganar votos. Votos que se traduzcan en curules y puestos, puestos y curules que den acceso a recursos, recursos con los que se puedan construir y fortalecer clientelas y financiar campañas para ganar aún más votos. Y así, sucesivamente. Cada quien en su lugar: el ejecutivo federal aplicando su programa de gobierno, la oposición oponiéndose lealmente a éste, sacando toda la ventaja que puede de la situación, esperando pacientemente que llegue su turno de dirigir el gobierno federal, si es que llega alguna vez.
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