por Jorge Domínguez Luna *
Sin desperdiciar tiempo, el pasado 11 de agosto Enrique Peña Nieto promulgó las leyes secundarias de la llamada reforma energética, por mucho la de mayor trascendencia de las reformas estructurales que ha llevado a cabo la presente administración federal; en efecto, todos los sectores de la sociedad coinciden en que esta reforma transformará radicalmente —para bien o para mal— la realidad del país. En tanto esperamos la llegada de un futuro apocalíptico o abundante, considero que la reforma energética permite llamar la atención sobre tres cuestiones que responden al espíritu del Observatorio de Historia, respecto de la forma en que las ciencias históricas y los objetos de estudio de las mismas contribuyen y se relacionan en la construcción de la vida pública.
Primeramente, me interesa llamar la atención sobre cómo la promulgación de la leyes que permiten reformar el régimen energético nacional significa para un gran sector de la sociedad —y, quizá, hasta para sus promotores— el fin de uno de los periodos de la historia nacional contemporánea de mayor trascendencia para la sociedad civil y para la configuración de la vida política institucional. En este sentido, resulta inevitable pensar en lo absurdo que resultará la permanencia de la expropiación petrolera en el calendario cívico dada la contradicción discursiva que implicaría la celebración del 18 de marzo en un escenario donde el presidente en turno estuviera rodeado por los altos directivos de empresas extranjeras como Repsol, Exxon o Chevron. ¿Acaso no sería tan ridículo como ser reconquistados por España y seguir celebrando el grito de Dolores?

Otro punto a considerar es si la lógica aplicada para la consecución de los cambios legislativos en materia energética concluye con la reforma o puede generar nuevas transformaciones en la vida pública nacional. Concretamente, si el argumento de que el estado es incapaz de realizar acciones que le han sido encomendadas de manera exclusiva puede extrapolarse al campo del patrimonio artístico, histórico y cultural. Es decir, habrá que preguntarse si llegará el día en que, ante el desinterés, la incapacidad o la “conveniencia” del estado, se concesionará (en el papel y en la práctica) la explotación y uso particular de museos, monumentos o zonas con valor histórico, artístico y cultural que actualmente son considerados propiedad de la nación. (Sin olvidar que ya existen casos disfrazados de prácticas similares, como los conciertos en Chichén-Itzá, el espectáculo de luces en Teotihuacan, la concesión minera en los centros ceremoniales del pueblo wixárika o la reciente fiesta de cumpleaños en la Rotonda de las Personas Ilustres.)
Finalmente, está el asunto de concebir al estado como una construcción histórica producto de los intereses y voluntades de grupos de poder que representan un sector específico de la sociedad. El estado tal y como lo concebimos actualmente es un producto relativamente reciente, herencia del siglo XX. Sin embargo, las políticas públicas en prácticamente todos los campos parecen indicar que su forma actual ha dejado de ser redituable para sus promotores y que estamos entrando a una etapa de transformación del mismo. Seguramente no habría que preocuparse por el rumbo del estado mexicano reformado, pues las lecciones de historia en la enseñanza básica no se cansan de mostrarnos esta patria se forjó gracias al nacionalismo inherente en todos sus gobernantes. Pero quizá sí, dado que ahora el nacionalismo se aprende en el extranjero, como lo muestra el caso de los encargados de la política económica del país: desde 1977, todos los titulares de la Secretaría de Hacienda han obtenido grados académicos en universidades ubicadas fuera del país.
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