por Benjamín Díaz Salazar*
En repetidas ocasiones he externado mi preocupación por la necesaria reformulación del quehacer docente de los historiadores. Es urgente, conforme se desenvuelve la sociedad, replantear los fines y las estrategias que el conocimiento académico debe perseguir para ser difundido. Debemos entender que el viacrucis indagatorio que requiere un tema resultará infructífero si no le dotamos un espacio educativo para su propagación.
En ese sentido, es indispensable cuestionarnos ¿quién enseña historia? La tarea de la enseñanza se encuentra depositada en especialistas que, con una somera o nula preparación pedagógica, recetan a los alumnos horas de letárgicos datos. Los egresados de las diferentes licenciaturas en historia son los encargados de impartir la asignatura en los diversos niveles educativos, pero ¿será casualidad que a raíz de su entrada a las aulas haya aumentado el índice de reprobación? Lo dudo.
Al echar un rápido vistazo a los diversos planes de estudio que tan sólo la zona metropolitana ofrece, la sorpresa fue inevitable. El tiempo dedicado en las diferentes universidades a la preparación docente del historiador oscila entre uno y dos semestres, en comparación con algunas otras asignaturas que ocupan la mitad o poco más de los currículos. Si bien el Instituto José María Luis Mora ofrece la licenciatura en «Didáctica de la historia» sus egresados desde 2008 pueden ser contados con una sola mano.
Quizá el mejor ejercicio de preparación pedagógica lo ofrece la Universidad Autónoma del Estado de México. La oferta de ocho asignaturas referentes a la enseñanza de la historia permite vislumbrar una gran preocupación por el tema.
En la constante batalla por la búsqueda de un empleo, el ejercicio docente del historiador resulta una cuestión necesaria, por no decir obligatoria. Por lo tanto, ¿no sería indispensable el adecuado encausamiento de las licenciaturas hacia este campo?
Lo cierto es que la realidad educativa es aún más complicada. Los obstáculos a los que el historiador se enfrenta en su contexto docente resultan más complicados de lo que, bien o mal, aprendieron en sus licenciaturas. Una amplia gama de problemas obligan al docente a dividirse en mil pedazos.
En un primer momento, el profesor se ve forzado a seguir estrictas líneas curriculares que lo obligan a establecer una extraña selección de contenidos. Las enardecidas discusiones sobre héroes, villanos y rellenos resultan irrelevantes al momento de establecer qué enseñar, pues sencillamente un previo aparato dictaminador decidió qué es bueno y qué no. Las nuevas generaciones han debatido enérgicamente contra los contenidos establecidos; sin embargo, es necesaria una valoración de lo que el alumno es capaz de asimilar en los diferentes niveles de aprendizaje.
Pero el gran oponente del historiador-docente es el alumnado. La sociedad ha cambiado, y también las exigencias y necesidades de la población. Niños y jóvenes tienen un constante contacto con la información, situación que obliga a encontrar las estrategias, alternativas y medios por los que se moldeará el conocimiento previo del educando. En ese afán innovador, muchas veces el proyector y a la computadora se vuelven los mejores aliados del sopor y la somnolencia.
Contrario a la opinión de que el traje de historiador debe quedar fuera del aula, diré que las enseñanzas críticas de la licenciatura son elementales en la labor docente. Si bien es cierto que no formamos historiadores, si somos parte de la formación de sujetos que entrarán a la vida pública. Es indispensable transferir ese sentido crítico de la ciencia histórica a los jóvenes que pasan por la asignatura de historia.
El reto educativo de la historia es inmenso. Poco a poco, las hostiles lanzas de un (colóquese uno de los tantos adjetivos calificativos apropiados) gobierno encapsulan ese sentido crítico que el estudio del pretérito brinda. Las gentiles manos de Clío esperan ansiosas el momento de llevar a aquellas cabecillas jóvenes el amor por el pretérito. La labor docente es el más gentil y apropiado camino para permitir esa reflexión social. Repensemos el sendero por el que la enseñanza de la historia debe transitar, pero, sobre todo, revaloremos esa enaltecedora y denostada profesión.
Estoy de acuerdo con lo que se expone en este artículo. No olvidemos que la docencia, enseñar historia también es un ejercicio de difusión del conocimiento que el historiador trabaja.
Puede que se nos resistan las nuevas tecnologías, pero ya son parte de nuestro presente y de nuestro futuro, así que aprender a trabajar con ellas es algo necesario para poder sacarle un mayor rendimiento.
Saludos.
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