por Aurora Vázquez Flores *
La historia trata lo mismo sobre el presente que sobre el pasado porque tiene la cualidad de mostrar y entender aquello que cambia, que, en sentido último, es todo lo social. Parece una lección obvia, pero las cosas no siempre han sido como son ahora y, por tanto, no tendrían que serlo así en el futuro. La historia nos enseña sobre la posibilidad de cambio y transformación; esos complejos momentos en el devenir del tiempo en donde lxs actores-rices se ponen en movimiento y son agentes transformadorxs.
La aprobación de la ley federal del trabajo, en 1931, había movilizado grandes organizaciones obreras, que señalaban el retroceso que significaba la facultad del gobierno para determinar si una huelga era válida o no. En los años siguientes se vería un importante proceso de movilización y unificación sindical: el sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana en 1933, el Nacional Minero y Metalúrgico en 1934 y el de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana en 1935. Para febrero de 1936, el Congreso Nacional de Unificación Obrera y Campesina reunía, según algunas cuentas, a unos 500 mil obreros (y, seguro, también a algunas obreras) representadxs en 2 800 sindicatos. (El porqué la CTM se convirtió en el siniestro aparato de corporativismo sindical que conocemos hoy requiere de una explicación más extensa y no corresponde a los intereses de este texto.) El hecho es que, en este periodo, los sindicatos se encontraban en un proceso de expansión; en cuanto a agremiadxs, sí, pero, aún más importante, en cuanto a la noción de que la unificación, la lucha conjunta —incluso con otros sectores— y la solidaridad entre clase son condiciones necesarias para el triunfo de los movimientos.

En mayo de 1937, el sindicato petrolero disputaba en una huelga contra las patronales extranjeras la unificación de su contrato colectivo de trabajo y algunas prestaciones, así como el control sobre las instalaciones petroleras y el proceso de trabajo. A pesar del laudo favorable de la Junta General de Conciliación y Arbitraje, y luego de su ratificación por la Suprema Corte, las empresas petroleras se rehusaron a acatar la sentencia, pues entendían que el conflicto versaba directamente sobre la capacidad de un país para decidir acerca de su territorio y sus recursos, es decir, de su soberanía.
Lázaro Cárdenas tenía en mente la construcción de un estado nacional guiado por las principales reivindicaciones sociales que la revolución había planteado. Desde el inicio de su gobierno, la relación con lxs obrerxs movilizadxs se fue afinando en la medida en que la administración supo dar respuestas satisfactorias a una serie de demandas inmediatas del movimiento obrero. Éste, en respuesta, comenzó a ver con simpatía el proyecto político reformista de Cárdenas.
Así, cuando el conflicto entre sindicato y petroleras se definía en función de la defensa de la soberanía nacional, distintos intereses encontraron sincronía para su definición. Por un lado, el proyecto nacionalista revolucionario cardenista que buscaba afirmar las bases de un estado proveedor de garantías sociales y, por otro, la clase obrera organizada que, aunque bien heterogénea —y salvo sus claras excepciones—, apuntó, más o menos conjuntamente, a constituirse como parte de ese estado en el que veía la posibilidad de verse beneficiada, más o menos a largo plazo, por las reformas.
Por ello, la nacionalización de la industria petrolera está muy lejos de ser resultado de una sola decisión presidencial. Lo es, sí, de las movilizaciones civiles que, como el 23 de marzo de 1938, tomaron la calle para mostrar su adhesión al decreto y, aun más, para aportar recursos para la compensación que quedaba pendiente del gobierno mexicano. Y lo es también de todas aquellas manifestaciones que durante los años treinta configuraron el escenario político en el que se desarrolló el conflicto. Lo es de todxs aquellxs mexicanxs para quienes, consciente o inconscientemente, el nacionalismo fue un proyecto común.
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