por Alicia del Bosque *
Ningún gobierno estadounidense ha deportado a tanta gente como el de Barak Obama: más de 1.9 millones de personas desde enero de 2009, según informaba hace dos días el New York Times. En sí mismo, por supuesto, el dato no debería sorprender a nadie, pues hace tiempo que Obama parece más interesado en continuar la política de sus adversarios que en materializar la esperanza de cambio que lo llevó a la presidencia. (Cuatro botones de muestra: el campo de concentración de Guantánamo sigue abierto, la gran reforma del sistema de salud es copia de la que los republicanos realizaron en Massachusetts, los asesinatos extrajudiciales son la piedra de toque de su política antiterrorista y el derecho a la privacidad ha sido repetidamente violado por su administración.) Si la cifra estremece es porque no se trata nada más de un guarismo, sino —obviamente— porque es apenas una forma sucinta y torpe de referirse a la multitud de vidas truncadas y familias partidas producidas por el celo policiaco de un gobierno que se supone “liberal”.
En la nota del periódico neoyorquino y en el reportaje que hoy publica La Jornada, así como, en general, en el resto de la prensa cuando se ocupa del asunto, la tragedia de los hijos de la inmigración “ilegal” ocupa un lugar más que destacado: muchachos y muchachas que se quedan sin padres o que son forzados a vivir en un país que no conocen y cuya lengua a menudo ignoran, nacionales estadounidenses cuyos derechos de residencia o familiares son violados por su propio gobierno, casi siempre sin posibilidad de apelación. Tanto o más que los deportados mismos, los familiares estadounidenses de los expulsados suelen acaparar la atención de los medios, pero no sólo porque su dominio del inglés los hace más “noticieables”; es que el mero acto de nacer en territorio estadounidense les ha otorgado derechos inherentes e inalienables —los ha hecho miembros de la nación— y por ello los constituye como actores sociales categóricamente distintos.

El principio legal que sustenta esta circunstancia —en latín jus soli, algo así como “derecho de piso”— casi nunca recibe la atención que merece. Como México define su nacionalidad del mismo modo (en el artículo 30 de la constitución), podría parecer natural que los estados regulen su membresía atendiendo nada más al hecho de nacer dentro de sus fronteras. Pero es obvio que no hay nada natural en ello. Primero porque implica dotar de significado político a un acto eminentemente aleatorio (el nacimiento en un lugar determinado). Y segundo, y sobre todo, porque supone desconocer la importancia que casi todo el mundo atribuye a los orígenes étnicos, lingüísticos, religiosos o (tautológicamente) nacionales como matriz de las nacionalidades. Estados Unidos y México son en realidad parte de un grupo minoritario de países en el mundo —apenas el 20 por ciento, de acuerdo con este documento— que privilegian la dimensión político-territorial en la expresión estado nacional en lugar de recargarse en la panoplia de farsas, historias, tradiciones “culturales”, geneaologías y mitos que estructuran la existencia de las naciones. (Ni siquiera la culta Francia pertenece a ese grupo, pues desde 1994 establece condiciones para que los nacidos en el territorio de la república tengan la nacionalidad francesa.)
La singularidad del principio territorial de la nacionalidad estadounidense y mexicana es más que una coincidencia o una curiosidad. Por un lado, en la medida que la nacionalidad es condición sine qua non de todo orden político moderno, confirma la raigambre genuinamente liberal del estado mexicano, a despecho de quienes, dentro y fuera de la academia, insisten en caracterizarlo como una mala copia del estado nacional primermundista. Por el otro, manifiesta con claridad que la afinidad institucional entre México y Estados Unidos es mucho más antigua y mucho más profunda de lo que habitualmente se piensa ni es sólo resultado de la dominación neocolonial (o sea que no es nada más obra de Carlos Salinas). Y si bien es evidente que la coincidencia de principios constituyentes no basta para concebir de manera menos neurótica la imbricación demográfica, histórica y cultural de ambos países, advertirla puede al menos erosionar un poco la pulsión hungtingtoniana que todavía domina el discurso estadounidense sobre México, y también el patriotismo ramplón con que solemos mirar lo que ocurre al otro lado de la frontera.
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