por Bernardo Ibarrola *
Distanciarse del gobierno militar con motivo del cuadragésimo aniversario del 11 de septiembre de 1973 no era una opción sensata para Sebastián Piñera o, más precisamente, para la coalición de partidos que lo llevó al poder; sus tres precandidatos presidenciales (Allamand, Longueira y Matthei) tienen vínculos personales con la dictadura.
Por ello, el discurso de Piñera buscó un medio entre su obligación de reconocer la gravedad del hecho y su voluntad de relativizar la responsabilidad de los golpistas. Hay que recordar que durante largos años, para Piñera y mucha de la gente con la que gobierna, el 11 de septiembre fue día de fiesta y nombre de calle para celebrar la heroica gesta del pueblo chileno por liberarse del yugo del marxismo. En su discurso, no hay una sola referencia a Salvador Allende ni se menciona jamás la palabra “dictadura”; sino “régimen” y “gobierno” militar. Según el actual presidente de Chile,
[el] violento golpe de estado, esa dolorosa fractura de nuestra democracia, no fue algo súbito, intempestivo ni sorpresivo. Fue más bien el desenlace previsible, aunque no inevitable, de una larga y penosa agonía de los valores republicanos, de un deterioro creciente de la amistad cívica y de un grave resquebrajamiento del estado de derecho […] El gobierno de la Unidad Popular reiteradamente quebrantó la legalidad y el estado de derecho vigente […] Esta situación, unida a malas políticas públicas, fue generando un creciente caos político, económico y social, que afectó gravemente la vida de los chilenos y el futuro de la nación…
Ni una palabra sobre los perfectamente organizados sabotajes de la oposición, ni de la intervención de las fuerzas armadas en la deliberación pública, ni de una élite deseosa de la ruptura institucional. Todo un programa de transformaciones económicas y sociales —la nacionalización del cobre, principal producto de exportación del país, por ejemplo— calificado de “malas políticas públicas”. “En suma”, concluyó Piñera, “el quiebre de la democracia el año 1973 significó el fracaso de una generación”. O sea que las responsabilidades se distribuyen; la culpa, a fin de cuentas, es de la época:
El golpe de estado del 11 de septiembre y el gobierno militar que lo sucedió no fue un fenómeno exclusivo de Chile, sino una realidad que en el contexto de la guerra fría se extendió a casi todos los países de América Latina…

La ex presidenta Michelle Bachelet decidió conmemorar el 11 de septiembre en el Museo de la Memoria, la otrora Villa Grimaldi, enorme centro de detención, tortura y ejecuciones, en la que ella misma y su madre estuvieron presas algún tiempo. La acompañaron los ex presidentes Lagos y Frei —Aylwin, de 95 años, se excusó por motivos de salud—. En su discurso, la candidata presidencial de la oposición fustigó:
Lo que no es justo es hablar del golpe de estado como un destino fatal e inevitable. No es justo afirmar que hubiera una guerra civil en ciernes, porque para dar continuidad y respaldo a la democracia se requería más democracia, no un golpe de estado. Las responsabilidades de la implantación de la dictadura, los crímenes cometidos por agentes del estado, la violación de los derechos humanos, no son justificables, no son inevitables y son responsabilidad de quienes los cometieron y de quienes los justificaron.
Y agregó:
es necesario establecer claridad sobre la naturaleza de lo sucedido. […] Ello significa reconocer la diferencia radical entre democracia y dictadura. Hay algo inaceptable, ayer, hoy y mañana respecto de la dictadura. Y es el abismo moral y político entre dictadura y democracia que constituye la base sobre la que se construye y se sostiene nuestra vida en sociedad [… ]. Y es necesario comprender que aún tenemos una fractura profunda entre quienes justifican la dictadura y aquellos que confiamos en la democracia para enfrentar una crisis.
Con estas palabras, Bachelet dispuso el enfrentamiento ideológico para las siguientes elecciones: el gobierno de Augusto Pinochet, ¿régimen militar o dictadura?, ¿justificable o injustificable? Piñera, por su parte, hizo evidente la imposibilidad de (o falta de voluntad para) proponer una conmemoración capaz de cohesionar a toda la élite política. Independientemente del resultado de las próximas elecciones, mientras no se deshaga realmente del fardo de Pinochet, la derecha chilena no podrá normalizarse.
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