por Dalia Argüello *

Cuando el ex presidente Carlos Salinas de Gortari emprendió la reforma del estado a principios de los años noventa, el gran eje articulador fue la modernización del país. Modernizar para superar un marco de racionalidad que se consideraba ya rebasado, y para adaptarse a las condiciones de la gran transformación mundial. Dicho por el propio Salinas, se trataba de “una transformación de nuestras estructuras económicas y del papel del estado en ese cambio”. Esto es, “una transformación de la vida nacional entera, de respuesta oportuna ante las nuevas realidades”, que exigía “la modificación de las prácticas y la adecuación de las instituciones políticas» (aquí el texto de Salinas).

Emisario modernizador
Adalid modernizador

Este cambio de racionalidad se vería reflejado en la disminución del papel del estado como rector de la economía, básicamente con la apertura comercial y la privatización de algunos sectores estratégicos, así como en las reformas a la estructura política. Desde esta óptica, la modernización del sistema educativo nacional fue un componente indispensable que requería el país para crear las condiciones para el desarrollo y la entrada a la economía global. El Programa para la Modernización Educativa (1989-1994) se definió como la guía para emprender la descentralización, elevar la calidad, la cobertura y la participación social en el quehacer educativo y estableció así algunas de sus prioridades.

Modernizar la educación no es efectuar cambios por adición, cuantitativos, lineales; no es agregar más de lo mismo. Es pasar a lo cualitativo, romper usos e inercia para innovar prácticas al servicio de fines permanentes […]. El cambio debe concretarse en servicios de calidad, cuya distribución particularice los siguientes compromisos de la modernización educativa:

–por sus principios y por sus estrategias será democrática y popular; se enfocará al combate de la pobreza y la desigualdad;

–por sus métodos y contenidos será nacional, promoverá el amor a la patria, nuestra cultura, la democracia como forma de vida y la solidaridad; se vinculará al trabajo y a la productividad, en consonancia con el desarrollo nacional y

–por sus resultados será eficaz al incrementar la calidad de vida y propiciar niveles dignos de existencia y trabajos productivos y remuneradores para todos los mexicanos.

Quizá la redacción de aquel programa se parezca mucho a la reforma educativa de 2013 (y sus objetivos se sigan percibiendo lejanos e inalcanzables). Quizá sea una casualidad el hecho de que ante la ola de reformas que están en marcha y las que están por venir (tendientes a la flexibilización y la disminución de las facultades del estado frente a las disposiciones empresariales) este gobierno vigorice la retórica de la modernización y el progreso como las grandes promesas para los mexicanos; promesas de un ascenso continuo y mejoría perpetua, de destino irresistible cuya realización justifica cualquier medio para ser alcanzado. Quizá sea una mera coincidencia el hecho de que la actual reforma educativa —como lo fue el programa salinista— sea percibida como una imposición, una visión unilateral que no escucha ni atiende a todos los involucrados. Quizá si la reforma al sector educativo busca empatar la calidad y la eficiencia escolar con los términos de la inversión privada y el libre comercio, inevitablemente resulte incompatible y discordante con los muchos sectores a quienes nunca llegan los beneficios de la macro economía competitiva.

Resulta cuando menos interesante pensar que el conjunto de reformas que buscan modificar la educación le asignen una serie de propósitos y prioridades que, sin embargo, no se cumplen en el resto del sistema de gobierno. La ley general de Educación (artículo séptimo, fracción VI) establece como sus objetivos “promover el valor de la justicia, de la observancia de la ley y de la igualdad de los individuos ante ésta, propiciar la cultura de la legalidad, de la paz y la no violencia en cualquier tipo de sus manifestaciones, así como el conocimiento de los derechos humanos y el respeto a los mismos”. Sin embargo, estos mismos objetivos no son observados por casi ninguna instancia de gobierno. La misma ley también tiene como meta “fomentar la cultura de la transparencia y la rendición de cuentas, así como el conocimiento en los educandos de su derecho al acceso a la información pública gubernamental y de las mejores prácticas para ejercerlo”. Con todo, esta meta (exigida en el ámbito de la educación) está lejos de ser la norma para los presidentes en turno, gobernadores, representantes y funcionarios públicos en general. Modernizar es, pues, una tarea políticamente selectiva.

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