por Alicia del Bosque *
Cuando, en 1990, Mario Vargas Llosa tuvo la ocurrencia de llamar “dictadura perfecta” al sistema político mexicano, a todo el mundo le pareció que había dado en el clavo (a todo el mundo salvo a su anfitrión Octavio Paz, cuya reacción quedó “inmortalizada” en este video). Hacía tiempo que la dominación del presidente de la república sobre las instituciones del estado se tenía por la característica principal del régimen priista, y era un lugar común entre quienes se dedicaban a la política y a las ciencias sociales. De ahí que interpretaciones como las de Enrique Krauze en La presidencia imperial: Ascenso y caída del sistema político mexicano, 1940-1996 (Barcelona: Tusquets, 1997) o Jorge G. Castañeda en La herencia: Arqueología de la sucesión presidencial en México (México: Alfaguara, 1999) no sorprendieran realmente a nadie, por más que hasta cierto punto fueran útiles y novedosas.
Tanto énfasis en el presidencialismo, sobre todo en la medida de que se lo concibió como un fenómeno individual y casi patológico (para lo cual las personalidades de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría ayudaban bastante), terminó por deformar la imagen del régimen, reduciendo su complejidad a la existencia de un poder tiránico. Como que ya nadie quería acordarse de la manera sutil —aunque tediosa— con que Pablo González Casanova retrato al «sistema” en La democracia en México (México: Era, 1965). Era más fácil concentrar la mirada en una sola persona. Y por ello solía pensarse que el día que desapareciera el poder presidencial los muchos males que aquejaban al país debían también esfumarse. Se sabe bien lo que ocurrió a continuación: Vicente Fox afirmó que todo era cuestión de “sacar al PRI de Los Pinos” y ganó las elecciones de forma espectacular.

Doce años después, es claro que esa imagen historiográfica del antiguo régimen tiene que reconstruirse: no para ignorar el peso de la presidencia de la república, por supuesto, sino para matizarla de modo que las muchas contradicciones y tensiones que aquejaron a la “familia revolucionaria”, así como la connivencia y la oposición de muchos actores sociales sea manifiesta y se le reconozca su papel en la creación y disolución del priato. De otro modo será difícil que se aprecie cabalmente el asombroso acto de prestidigitación política y social que supuso la construcción del orden posrevolucionario, el “milagro” mexicano de la segunda posguerra y también la emergencia de esa sociedad civil que para mucha gente sólo comenzó a manifestarse en 1968 —sobre todo, curiosamente, la que participó en el movimiento estudiantil de ese año.
Quizá a trompicones y acaso un tanto tímidamente, en los últimos años la historia profesional ha sido revisando muchos de los supuestos sobre los que se sustenta la idea de la “dictadura perfecta”. Sin el menor ánimo normativo, puede decirse que esta transformación debe mucho a trabajos como Urban Leviathan: Mexico City in the Twentieth Century, de Diane E. Davis (Filadelfia: Temple University Press, 1994); Refried Elvis: The Rise of the Mexican Counterculture, de Eric Zolov (Berkeley: University of California Press, 1999); Ruptura y oposición: El movimiento henriquista, 1945-1954, de Elisa Servín (México: Cal y Arena, 2001), y Rural Resistance in the Land of Zapata: The Jaramillista Movement and the Myth of the Pax Priista, 1940-1962, de Tanalís Padilla (Durham [C. del N.]: Duke University Press, 2008), así como a un puñado de artículos de Ariel Rodríguez Kuri que parecían —que deberían ser— el augurio de un libro extraordinario: “El otro 68: Política y estilo en la organización de los juegos olímpicos de la ciudad de México”, en Relaciones 76 (otoño 1998): 107-129; “Hacia México 68: Pedro Ramírez Vázquez y el proyecto olímpico”, en Secuencia 56 (mayo-agosto 2003): 36-73; “Los primeros días: Una explicación de los orígenes inmediatos del movimiento estudiantil de 1968”, en Historia Mexicana 53: 1 (julio-septiembre 2003): 179-228, y “La proscripción del aura: Arquitectura política en la restauración de la catedral de México, 1967-1971”, en Historia Mexicana 56: 4 (abril-junio 2007): 1309-1391.
Pero como “toda historia es historia contemporánea”, también en el comportamiento actual del nuevo priismo es posible encontrar sugerencias para pensar de otro modo la llamada época de la “presidencia imperial”. En efecto, en la restauración del último año —todavía más que en la breve década en que el PRI estuvo fuera de la presidencia de la república— es posible advertir reflejos de lo que bien pudo haber sido el ethos del régimen, independientemente del protagonismo o la clarividencia del titular del poder ejecutivo: de la tendencia a reciclar funcionarios (particularmente obvio en el área cultural, como Alfredo Ávila acaba de hacer notar en su blog) a la cooptación sistemática de antiguos opositores (paradigma de lo cual es el destino de Rosario Robles) al despliegue de la represión entendida como exempla (notorio en el modo en que se reprimió la marcha del 10 de junio) al solipsismo discursivo disfrazado de diálogo político (como en el llamado “pacto por México”) a su incapacidad para contener el movimiento social (de lo que da cuenta la emergente oposición a la privatización de Pemex), el nuevo-antiguo régimen ofrece claves que pueden invitar a comprender mejor los años dorados del presidencialismo.
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