por Luis Fernando Granados *
Hasta donde es posible saber a la hora en que se escriben estas líneas, el vigésimo quinto aniversario de la “caída del sistema” ha concitado tanta atención mediática… como el aniversario 478 de la ejecución de Thomas Moore. Ni siquiera la inminencia de las primeras elecciones luego de la restauración priista parece haber animado a los memoriosos a invocar esa mirada aviesa con que Manuel Bartlett presidió aquel día la sesión —larguísima, angustiosa— de la Comisión Federal Electoral.
Por supuesto, que la decapitación del autor de Utopía sea una de esas efemérides que no importa a nadie es algo que se explica con facilidad: a menos que uno se proponga escribir una biografía de Moore, la fecha de su muerte carece de (casi) toda relevancia historiográfica. Pero que un episodio como las elecciones presidenciales de 1988 haya sido ignorado casi por completo resulta por lo menos desconcertante —sobre todo si se tiene en cuenta que buena parte de los actores políticos de ese entonces está todavía en activo, y que muchas de las voces que se leen y escuchan en los medios superan la cuarentena.
Hace apenas unos meses —53 semanas para ser precisos—, la importancia de aquellos comicios parecía por el contrario más que evidente; era, más aún, un referente natural e inevitable. Sí: todavía en vísperas de los comicios de 2012, los acontecimientos de 1988 eran invocados con frecuencia, ya para afirmar el empuje social de Andrés Manuel López Obrador, ya para precaverse del embuste que finalmente ocurrió. Y otro tanto puede decirse de cada uno de los lances electorales ocurridos entre ambas fechas: una y otra vez, el fantasma del fraude electoral más tosco y evidente de la historia moderna figuró en la memoria social y el análisis periodístico como herramienta de contextualización. En síntesis, durante casi un cuarto de siglo las elecciones de 1988 funcionaron como medida de referencia de la calidad de la democracia electoral mexicana.

Con el regreso del PRI a la presidencia de la república, es obvio que esta relevancia tiene que ser cuestionada. ¿O alguien puede seguir creyendo que en 1988 comenzó a fracturarse la hegemonía del partido-casi-único? ¿Con qué cara seguir afirmando que el fraude de ese año evidenció la falta de legitimidad del neoliberalismo autoritario y, todavía más, abrió las puertas para la «transición» mexicana? El silencio recordatorio de estas últimas horas puede ser el indicio más superficial de una explicación que se antoja urgente, aunque no necesariamente resulte placentera.
Dicho de otra forma, el episodio no hace sino confirmar que el pasado no es un ámbito de la existencia dado, definitivo, independiente de cualquier percepción; esa parte de la vida que fue y por tanto no puede ser más. Muestra que tanto la relevancia como —más aún— la inteligibilidad misma de un hecho, de todo hecho, no es una cualidad inherente al fenómeno, sino que es consecuencia de una voluntad cognoscente, o sea del afán de significación que define toda acción epistemológica.
Advertir la volatilidad del pasado y su conocimiento parece una forma de renunciar al propósito que la disciplina de la historia, por lo menos desde hace un par de siglos, estableció como aspiración suprema: el establecimiento de esa realidad ida, la resurrección de los acontecimientos en sí mismos. Para algunos, efectivamente, la solución ha sido abandonar todo intento por fijar lo “realmente sucedido”, reduciendo la historia a una mera opinión. Pero, ¿no sería posible entender también la evanescencia del pasado como una invitación para la acción política desde y para el presente? ¿No sería preferible reconocer que el lugar en la historia de Carlos Salinas o Cuauhtémoc Cárdenas depende menos de ellos mismos —de lo que hicieron y dejaron de hacer— que de nuestro accionar político en el presente? Aunque eso parezca una utopía, naturalmente.
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