por Mario Vázquez Olivera y Luis Fernando Granados *
Son tan escasas las buenas noticias provenientes del mundo de los tribunales que cuando se producen generan la impresión de que son todavía más buenas. Algo incluso más dramático ocurre cuando se hace justicia en casos antiguos, de esos que se llaman “históricos” porque se refieren a sucesos del pasado o que son muy importantes. De manera acaso inevitable, se asume que la decisión judicial establece la verdadera verdad y por ello la justicia, o sea, de algún modo, esas viejas deidades del conocimiento y de la vida que la posmodernidad parece haber destronado para siempre.
Semejante reacción puede ser natural desde el punto de vista político y lo es quizá, de manera aún más categórica, desde una perspectiva ética, particularmente si el acto de justicia está relacionado con hechos de muerte, crueldad e intolerancia. Pero también plantea una serie de problemas teóricos y metodológicos para la disciplina de la historia que no pueden ser ignorados —a riesgo de reificar la vieja metáfora de la historia-como-tribunal-de-justicia contra la cual historiadoras e historiadores de todo cuño han combatido en los últimos dos siglos por lo menos.

Un fallo judicial como el que —el viernes 10 de mayo— declaró a Efraín Ríos Montt culpable de los delitos de “genocidio” y “deberes contra la humanidad”, y lo condenó a 80 años de prisión, permite reflexionar sobre el problema desde una posición especialmente ventajosa, toda vez que el consenso acerca del carácter criminal de la dictadura encabezada por Ríos Montt parece inequívocamente establecido. En efecto, para casi todo el mundo (al menos fuera de Guatemala) ha sido público y notorio desde hace mucho tiempo que el gobierno guatemalteco condujo una campaña genocida contra “su” propio pueblo, que fue especialmente violenta y cruel entre 1982 y 1983 —es decir, los años en que Ríos Montt ejerció el poder de facto.
Sería un error, sin embargo, considerar a la sentencia del tribunal “primero a de mayor riesgo” como la instancia que verdaderamente y de una vez y para siempre establece esa condición criminal. En particular, porque el proceso —como no puede ser de otro modo en tratándose de un juicio criminal moderno— versó única y exclusivamente acerca de la responsabilidad individual de Ríos Montt a propósito del asesinato de 1 771 personas de la etnia ixil entre 1982 y 1983. Esto quiere decir que, por su propia naturaleza, el juicio redujo la complejidad de un proceso histórico que incluyó muchos más asesinatos y otras formas de represión política a una serie de hechos concretos y específicos —incluso si la definición legal de genocidio parece implicar un tipo de razonamiento distinto.
Que Ríos Montt haya tenido conocimiento de lo que las tropas bajo su mando hacían en el departamento del Quiché como parte de las campañas contrainsurgentes planeadas y ejecutadas por su gobierno —esto es, lo que señala la sentencia del 10 de mayo— es sin duda un dato importante para analizar lo ocurrido en Guatemala en esos años terribles. Pero es ostensiblemente muy poco para comprender el fenómeno político y social de la violencia estatal guatemalteca, y mucho menos la “guerra civil” que sacudió a ese país de manera más o menos permanente de principios de los años sesenta a mediados de los años noventa.
Aquello es patrimonio del derecho y la justicia. Esto es el campo de acción de la historia. Útil e importante como es, lo legal no puede, no debería confundirse con lo histórico-disciplinario. De otro modo se corre el riesgo de simplificar el estudio de los procesos sociales y políticos, convirtiéndolos además en asuntos que involucran únicamente a personas individuales, como si la sociedad no fuera más que la suma de las personas que la integran y, peor, como si bastara identificar a un culpable para establecer la responsabilidad de quienes participaron en y se beneficiaron de las campañas de exterminio.
Así, más que agotarse con la condena de Ríos Montt, la justicia que requiere la sociedad guatemalteca exige más y mejores estudios históricos, que contextualicen y ayuden a comprender cómo fue posible que el estado guatemalteco respondiera con tal brutalidad, con tal intensidad, a la “amenaza comunista”.
La historia se escribe, invariablemente, desde una situación de compromiso político; no existe ninguna historia al margen de una noción del derecho y la justicia, no se investiga el pasado sin esa noción presente. La condena de los dictadores responde siempre al conformismo cobarde del liberalismo de izquierda. Aquella historia en abstracto a la que ustedes apelan, que sería la que podría dar cuenta de la totalidad de la barbarie, de la comprensión global del acto dictatorial y genocida, para empezar no podría restringir las fronteras de su análisis a un país en lugar de a una etnia. De Auschwitz a Gaza y de Servia y a La Moneda, las dictaduras y los genocidios han sido las consecuencias naturales del capitalismo histórico. La única forma de hacer honor a la memoria de los pueblos es aboliendo el capitalismo, desde esa política debe pensarse su historia. Pero eso suele ser mucho para los historiadores comprometidos con un reformismo mezquino y siempre conveniente, que justifican su cortedad de miras en nombre de la crítica del posmodernismo, que no es más que la crítica de la ultraderecha, algo que no supone ningún esfuerzo intelectual demasiado profundo.
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Como siempre, de acuerdo con Chalo.
Por cierto, quizás les interesaría saber que sólo ocho horas después de que esta entrada fuera publicada, el Constitucional guatemalteco anuló la sentencia. Digo, por si les interesa… Seguro que algo se les ocurre.
SALUD
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