por Aurora Vázquez Flores *
En 1998, el sociólogo francés Pierre Bourdieu publicó La dominación masculina. El texto, convertido actualmente en un clásico de los estudios de género, tiene como labor desarrollar un análisis de las relaciones sociales entre los sexos y explicar las causas de la permanente dominación de los hombres sobre las mujeres en la sociedad. Bourdieu toma como base un análisis antropológico de la Cabilia bereber en Argelia y se ocupa de mostrar el trabajo de eternización que instituciones como la familia, la iglesia, el estado o la escuela realizan para hacer pasar a la dominación masculina como una característica natural y atemporal del mundo.

El análisis de Bourdieu propone que la adhesión de las mujeres a su dominación es condición de la violencia simbólica; ellas, señala el sociólogo, se encuentran simbólicamente destinadas a la resignación y la discreción y únicamente pueden imaginarse a sí mismas, y a su relación con los dominadores, dentro del marco de dominación. Así, por ejemplo, las mujeres sólo son capaces de ejercer algún tipo de poder accediendo a difuminarse o por delegación en tanto que entidades grises. El problema con esta concepción de las dominadas está en que pinta una forma de dominación que parece irreversible y, casi, armoniosa, pues supone una relación de dominación sin puntos de fricción en donde el machismo ha logrado modelar la feminidad (como si sólo existiera un tipo de feminidad) y no existiese la capacidad de generar espacios de resistencia y subalternidades.
Estos espacios, construidos a menudo por el movimiento feminista —aunque no siempre—, logran abrir “grietas” a la dominación masculina. Son espacios de discusión social y político y, en ocasiones, de apropiación y re-construcción de la memoria histórica de una comunidad. Son espacios como los generados por las y los familiares de mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez, quienes con una lucha de años siguen haciendo frente a la indiferencia gubernamental y la construcción social de justificaciones para la violencia de la que han sido víctimas.
Uno de esos espacios, por ejemplo, conformado ahora como Comité de Madres y Familiares de Desaparecidas en Ciudad Juárez, muestra el desarrollo de estrategias —conscientes y discutidas en diferentes niveles— sobre la necesidad de lucha contra el machismo en nuestra sociedad. La agrupación también ha logrado dialogar con otros movimientos como aquél por la desmilitarización del país o el movimiento #YoSoy132, y llegar a convergencias con ellos —lo cual no puede lograrse si los movimientos con reivindicaciones feministas se cierran a la participación de hombres en sus espacios sin dar la oportunidad para la discusión o la concientización de los mismos.
Lo mismo sucede con eso que llamamos “estudios de género” o —para los términos de este blog— la historia de las mujeres. Porque una historia de género no puede reducirse a la descripción de cómo ciertas mujeres han logrado acceder al poder político en el marco de la dominación masculina. La historia de género tendría que servir no sólo para develar las condiciones de opresión sobre las mujeres, sino para encontrar puntos de coincidencia con aquellos hombres oprimidos por este mismo machismo, aunque de un modo muy distinto. Porque la opresión de género también es una opresión de clase.
Bien, muy bien. Tendré que conseguir ese texto.
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Excelente artículo. Sólo faltaría, a mi juicio, indicar que a la opresión de género y de clase se entrecruza la opresión socioracial y/o étnica…que ubican a las mujeres indígenas, afrodescendientes o de «minorías» étnico-culturales en condiciones de mayor desventaja, opresión y violencia.
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