por Dalia Argüello *
Conforme pasan los días y las semanas, las noticias sobre las movilizaciones de los maestros en los estados de Oaxaca, Guerrero y Michoacán sacan a la luz la complejidad de los intereses en juego.

La organización Mexicanos Primero ha lanzado una campaña llamada ¡Primero los niños! (primerolosninos.org) que consiste en recabar firmas y apoyo en las redes sociales para exigir a las autoridades el derecho de los niños y jóvenes a no quedarse sin clases. La iniciativa parte de la convicción de que los niños son los más afectados por la suspensión de clases y que las protestas anteponen “los intereses de los adultos” sobre el derecho a la educación. Como fundamento a su acción, los promotores denuncian los siguientes datos: en estos tres estados, sus niños y jóvenes son los que menos días van a la escuela, ocho de cada diez reprueban las pruebas internacionales y sólo dos de cada diez comprende lo que lee.
Ante este panorama, parecería lógico apresurarnos a firmar la iniciativa. Creo sin embargo que vale la pena un poco más de reflexión desde diversas perspectivas. Podría insistir en el contexto socioeconómico de estos tres estados, que concentran un gran porcentaje de mexicanos en pobreza y pobreza extrema, además de altos índices de violencia e injerencia del crimen organizado. Pero no es en estos asuntos en los que me quiero detener porque han sido por demás analizados.
En Michoacán Guerrero y Oaxaca viven 19 grupos indígenas con sus respectivas lenguas. Este factor parece no existir para quienes desde la capital del país impulsan la citada iniciativa. No parecen contemplar el hecho de que para un gran porcentaje de la población el español no es su lengua materna, y mucho menos consideran que pertenecen a grupos étnicos con cosmovisiones diferentes y, por lo tanto, perspectivas y prioridades que no necesariamente empatan con saberes, actitudes y valores medidos por estas pruebas estandarizadas aplicadas a nivel internacional.
¿Será responsabilidad única de los docentes el hecho de que los alumnos no logren comprender lo que leen? Quizá más bien es un problema que atañe a toda la organización institucional que diseña los materiales y dictamina la forma y los contenidos que han de enseñarse. Llama la atención la aparente invisibilidad de la diversidad cultural y lingüística en estos estados, sobre todo porque el eje del problema en cuestión es la educación como factor de desarrollo.
Esto me recuerda que, ya desde el surgimiento de la educación pública impartida por el estado, en 1867, se consideraba como condición fundamental para el desarrollo del país el hecho de que todos los mexicanos compartieran la misma cultura, es decir la “occidental” y “moderna”. A partir de esta ideología univocista, propia de la modernidad decimonónica, se postuló el ideal de igualdad, asociado al de civilización y progreso. En esta construcción de la idea de unidad nacional y la igualdad de los ciudadanos, la enseñanza de la historia jugó un papel fundamental; cuando se estableció como materia obligatoria se tenía muy claro su papel de formadora moral del pueblo para exaltar el sentimiento de amor a la patria y enaltecer a sus grandes hombres.
Hoy en día es evidente lo caduco de estas propuestas que intentaron uniformizar a la sociedad y lo obsoleto de una historia que sirva para legitimar y reproducir las relaciones de poder. La educación pública y la enseñanza de la historia puede seguir planteándose bajo los mismos términos. Los actuales problemas educativos del país deben ser revisados también bajo la mirada de la multicuralidad; no sólo como una medida compensatoria para comunidades excluidas, sino como una alternativa a los sistemas educativos en general.
Como docentes y profesionales de la historia, vale la pena cuestionarnos si la manera como seleccionamos los contenidos y nuestro enfoque didáctico sigue haciéndose bajo los parámetros del siglo XIX o realmente contribuye a la construcción del respeto a distintas formas de pensar y de actuar —de reflexionar críticamente sobre los valores y las perspectivas culturales tanto propias como ajenas.
No basta con promover en el discurso la calidad educativa y la profesionalización docente. En un país diverso como México, con tantos problemas de racismo y discriminación, tendríamos que revisar en qué medida contribuye el currículo al conocimiento, reconocimiento y valoración de la diversidad cultural y al respeto a la singularidad de los pueblos. Como historiadores docentes, ¿promovemos mecanismos de participación en los espacios escolares que conduzcan a construir mejores formas de comunicación intercultural?
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