por Luis Fernando Granados *
Salvo que se hubiera decidido “ceder” a Morena el mero día del septuagésimo quinto aniversario de la expropiación petrolera, parecería que el gobierno federal no tuvo otra razón para celebrar el día de San Lázaro el domingo 17 que permitirle a Enrique Peña Nieto viajar a Roma a tiempo para asistir a la ceremonia inaugural del papado de Jorge Bergoglio el martes 19. Pero ni siquiera en ese caso, que hubiera sido un exceso de cortesía política, resultaría del todo explicable por qué decidió sabotearse la efeméride: después de todo, el acto gubernamental ocurrió en Salamanca, mientras que los partidarios de Andrés López Obrador se congregaron —sin su líder, además— en la capital de la república. (Evidencia de la creciente irrelevancia del PRD, por lo demás, es que el antiguo partido de López Obrador organizara un mitin tan convencional como aburrido el mismo domingo, que apenas sin convocó la atención pública.)
Acaso el término sea moralista: fijar un acto conmemorativo en una fecha distinta a la que “debería ser” puede haber sido, más que un sabotaje, una manera de rehuir el olor de santidad que acompaña al momento cumbre del gobierno de Lázaro Cárdenas, una táctica historiográfica destinada a desdorar el bronce que ha terminado por envolver, acartonándolo, el acto mismo de la nacionalización. Sería en verdad admirable que —del mismo modo que la reforma de las telecomunicaciones aparenta contener un principio democratizador y antimonopólico— el gobierno de Peña Nieto hubiera decidido contradecir los vaticinios que lo hacían un mero restaurador del orden simbólico priista con una decisión subversiva de la tradición del antiguo-nuevo partido hegemónico; esto es, contraria a la santificación —que es como decir la momificación— de un gesto político tan audaz y hasta cierto punto tan inesperado que consiguió alterar el papel de México en el mundo y al mismo tiempo asegurar, acaso para siempre, el prestigio del gobierno (de ese gobierno) en la memoria social mexicana.
Pero apenas se consideran algunos de los otros gestos que acompañaron la celebración del discurso de Cárdenas —la presencia de Carlos Romero Deschamps, el contenido mismo del speech de Peña Nieto (que puede leerse aquí)— resulta difícil conceder al gobierno el propósito renovador que sus palabras anuncian. Por un lado, la reivindicación pública del hermano gemelo de Elba Ester Gordillo apenas unas semanas después del encarcelamiento de la lideresa magisterial indica con claridad lo poco que puede esperarse de la “renovación moral” peñanietista. Por el otro, de manera más preocupante, la repetición de lugares comunes que hubieran podido decirse hace medio siglo no hace sino alentar las sospechas de que el gobierno esconde intenciones opuestas a sus afirmaciones explícitas.

Porque decir que desde el 18 de marzo, 1938 “el petróleo es símbolo de progreso e identidad nacional” equivale a reverenciar un modelo de desarrollo y una visión de la ciudadanía que ya produjo una vez una catástrofe política de gran profundidad: la petrolización de la economía y del estado a fines de los años setenta. Porque entonces es inevitable advertir que, al poner tanto énfasis en los beneficios al consumidor, el presidente parece estar justificando lo que viene: si lo único que importa de la reforma energética es que todos tendremos energía más barata, entonces no importa tanto el modo en que se consiga “que [la reforma] nos permita contar con la tecnología y la inversión necesarias para extraer y aprovechar los vastos recursos energéticos del país”. (Que es como decir que la reforma busca que alguien más, no el estado, provea la tecnología y el capital que hacen falta.)
La celebración de una fecha no lo es todo, por supuesto. A la luz de estos otros aspectos de la ceremonia, sin embargo, la paranoia parece cualquier cosa salvo infundada. Ojalá no llegue el día en que la privatización de la industria petrolera se “celebre” en la víspera misma del cumpleaños de su nacionalización.
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