por Gerardo López Luna *
Las reformas para la educación básica en nuestro país tienen una larga genealogía o, si se quiere, antecedentes memorables: como la propuesta del Partido Liberal Mexicano, de 1906, en la que el gobierno asume como obligación otorgar gratuitamente la instrucción básica; o como la de 1944, que con la consigna ¡Alfabeto para todos! inició un “Campaña nacional contra el analfabetismo”; o como la que se decretó el 30 de diciembre de 1958, en la que, al observar que el “estado no reunía las condiciones para hacer cumplir el mandato constitucional que establece como obligatoria y gratuita la enseñanza primaria”, se instituyó una comisión nacional que elaboró un año más tarde el “Plan para la expansión y el mejoramiento de la educación primaria en México”. Entonces, por cierto, se fijó un “Plan de once años” durante los cuales se construyeron escuelas, se formaron nuevos maestros, se capacitaron los que estaban en servicio y se generaron recursos para satisfacer la demanda de materiales de enseñanza y de libros de texto. (Para más, véase este artículo clásico de Mario Aguilera Dorantes en la Revista de Administración Pública.)
La que fue aprobada en la Cámara de Diputados el día 6 de febrero de los corrientes tiene como foco central la evaluación de los profesores. Sin lugar a duda es necesario hacerlo, como también las reformas a los planes de estudios, tanto de las normales superiores como de los cursos impartidos en toda la educación básica, por lo menos. Todos lo sabemos; son necesidades que actualizan la creación de conocimientos para responder a las necesidades de nuestro país.
Pero las acciones y compromisos necesarios para llevar a cabo ese deber gubernamental no sólo recaen en la educación en el aula y en la organización de eventos culturales gratuitos. El otro ámbito de responsabilidad de la SEP lo establece el artículo 11 de la ley federal de Radio y Televisión, que en su inciso III instruye promover “el mejoramiento cultural y la propiedad del idioma nacional en los programas que difundan las estaciones de radio y televisión” y en su inciso VI contempla “extender certificados de aptitud al personal de locutores que eventual o permanentemente participe en las transmisiones”.
Ahí, en ese “subsistema social complejo” en el que se crean y difunden contenidos que afectan privilegiadamente nuestras relaciones con los otros, se encuentra un enemigo con piel de oveja (véase este otro artículo clásico, de Jorge Alberto Lozoya, en Foro Internacional). La poca, mucha, deficiente, excelente educación que puedan recibir los niños en las escuelas es bombardeada con construcciones gramaticales devaluadas y monstruosas leyes de comportamiento provenientes de los programas de televisión y de la radio.
El problema no es menor. En la década de 1970, los televisores en casa iniciaron su transformación de muebles de lujo a centros de diversión básica. Para 1971 se contaba con 2 840 345 aparatos en el territorio nacional y una población de 48 225 000 habitantes. Para 2010, el INEGI calculó la existencia de 26 048 531 aparatos y una población de 112 336 538 personas viviendo en 28 159 373 hogares, lo que quiere decir que el 92.5 por ciento de los hogares mexicanos tiene al menos una televisión. En ese mismo año, mientras tanto, el país contaba apenas con 8 258 bibliotecas públicas, o sea una para cada 13 603 personas más o menos. (Los números están aquí; los cálculos son nuestros.)
Quieran o no los empresarios de la televisión y los “editorialistas” de sus noticieros, esto constituye una educación extramuros. Eso los obliga a cumplir con las responsabilidades que adquirieron al recibir una concesión de telecomunicaciones. Por esa razón es inadmisible que en la película ¡De panzazo! sus patrocinadores evitaran a toda costa realizar una autocrítica de los contenidos de sus programas y de su palabrería.
Enrique Krauze, en su colaboración del 3 de febrero en Reforma, nos llama la atención al respecto: “Se dice que la vocación de la televisión es entretener. Puesto así el asunto parece sencillo, pero se complica según los contenidos. Los más violentos, degradantes, transgresivos (para no hablar de los simplemente vacuos) pueden ser ‘entretenidos’, pero hacen daño a la sociedad.”
* Coordinador de investigación, Cenidiap-INBAyL
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