por David F. Uriegas *
A lo largo del mes en curso se van dejando sentir los preparativos de una celebración y conmemoración tan histórica como cualquier otra. Las peregrinaciones se hacen evidentes, los cohetes resuenan a lo largo y ancho del país, las figuras, las procesiones, la comida, los olores, toda una parafernalia que a nosotros, como historiadores o científicos sociales, debiera generarnos un interés muy particular. Después de todo, no es únicamente el fenómeno llamado “guadalupanismo” y la supuesta aparición de la Virgen a Juan Diego lo que causa conmoción durante este mes de diciembre, sino el hecho histórico del nacimiento de Jesucristo —hecho para una gran mayoría indudable y cuestionable y, para otros, una mera tradición cultural que motiva el jolgorio y la fiesta.
¿Qué podemos pensar de estos fenómenos? ¿Qué implicaciones tiene la actual praxis religiosa dentro de la actividad política de nuestro país?
Pese a los grandes esfuerzos por parte de los liberales desde el siglo XIX por separar la participación de la iglesia en las actividades políticas en México y promover las nociones de individualismo autónomo, y pese a que ese mismo esfuerzo haya debilitado el campo activo de la iglesia católica, el catolicismo sigue siendo un factor ideológico que influye fuertemente en las prácticas cotidianas entre la mayoría de la población mexicana. La fuerza ideológica de ésta y de muchas otras instituciones eclesiásticas es tal que resulta casi imposible pensar que sea un asunto ajeno al estado. Después de todo, hemos visto que, a lo largo de la historia, el binomio iglesia-estado ha formado una mancuerna que se ha manifestado de diferentes maneras en muy diversas circunstancias, las cuales no se reducen exclusivamente al mundo occidental.
Cabría pensar, entonces, ¿cómo se manifiesta esta cosmovisión en la vida política no únicamente del pueblo sino de aquellos individuos que están en el poder? Además, sería interesante y posible repensar los fenómenos religiosos en nuestro país y, más particularmente, del catolicismo —una institución religiosa que se asume como heredera de las enseñanzas de Jesucristo, que predica (hasta cierto punto y, en mi opinión, muy poco, casi nada) a Jesucristo mismo y que, no obstante, es la Virgen, en sus muy diversas imágenes, hoy en día mucho más reconocida y loada por el pueblo en lugar de Jesucristo, tan loada que hasta es la favorita de nuestro gobierno.
Resulta obvio y, al mismo tiempo, intrigante, que el estado no quiera o pueda escoger a Alá o a Buda; o bien, que, sociológicamente, habiendo tantas variantes del cristianismo, nuestro gobierno únicamente se haya reducido a una sola, como si para obtener un cargo gubernamental serio ser católico (guadalupano) fuera un requisito indispensable. El estandarte de la Virgen de Guadalupe sigue siendo un símbolo unificador y generador de identidad entre la mayoría de los mexicanos.

No debiera sorprendernos, pues, que ese mismo estandarte siga siendo utilizado implícitamente entre los dirigentes e instituciones mediáticas del país (Televisa, TV Azteca, por ejemplo); después de todo, la iglesia misma sigue jugando un papel muy importante en la vida política, al grado de que hemos podido ver la visita de EPN al Vaticano en 2009, donde reiteró su «devoción y filiación al Opus Dei», hasta la bendición matrimonial entre éste y Angélica Rivera en 2010 (como puede verse en este artículo de Sin Embargo).
Si bien estos aspectos no están presentes todo el tiempo, es importante pensar en esta estrecha relación (y muchas más) y su influencia actual en la política del estado y en la práctica política de los ciudadanos. ¿O qué? ¿Debemos pensar que las creencias individuales no influyen en las acciones políticas de nuestro país?
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