por Alicia del Bosque *
Como todo el mundo sabe, desde hace seis años el aniversario de la revolución mexicana no se conmemora oficialmente el 20 de noviembre; se celebra el “tercer lunes” del penúltimo mes del año. Claro que se hizo una excepción en 2010, pues hubiera resultado ridículo celebrar el centenario de la fecha… en una fecha distinta. Pero eso apenas cambia las cosas: el decreto del 17 de enero de 2006 es un momento decisivo en el camino que lleva a la evaporación de la festividad revolucionaria —aun si ésta no se remueve del calendario oficial en un futuro próximo.

Hay buenas razones para esperar que eso ocurra. Ya era bastante extraño, en un país que aprecia especialmente gestos “viriles” como las guerras y otros hechos de armas, que la revolución se recordara con un desfile deportivo, sobre todo cuando que la otra gran fecha patria era y es recordada con un desfile militar. Era también anómalo desde el punto de vista histórico, pues obviamente la revolución no comenzó en ese día de 1910 sino un poco antes (como en Puebla) o poco después (como en Chihuahua). No hay que olvidar que la fecha es apenas el momento imaginado por Francisco Madero en el Plan de San Luis para el inicio de la insurrección. (Por supuesto que, en sentido estricto, tampoco la fecha para celebrar la independencia tiene razón de ser, pues el imperio mexicano no se constituyó formalmente sino el 28 de septiembre de 1821, día en que se firmó su «acta de nacimiento».)
Estructuralmente, es también problemático que el 20 de noviembre —como el resto de las otras fechas oficiales— esté definido nada más como “día de descanso obligatorio” y por ello esté regulado por la ley federal del Trabajo, en lugar de serlo por alguna instancia gubernamental propiamente “cívica”. Esto revela una clara negligencia por parte del estado, que contrasta con el espíritu del documento que al parecer es el origen del calendario cívico mexicano: el decreto del 11 de agosto de 1859 que definió los “días festivos” y, de paso, liberó a los funcionarios de la obligación de asistir a ceremonias religiosas. (Los malquerientes de Benito Juárez harán bien en recordar que, salvo el primero de enero y el 16 de septiembre, la disposición listaba exclusivamente días reverenciados por los católicos, empezando por los domingos.)
No obstante, aunque que el razonamiento del congreso en 2006 para cambiar el artículo 74 de la LFT era bastante tonto —crear fines de semana largos para que las familias puedan pasar tres días juntas y las empresas se beneficien con la desaparición de los “puentes”—, hay que reconocer que su deseo de restarle importancia al 5 de febrero, al 21 de marzo y al 20 de noviembre tiene un aspecto positivo. Efectivamente, abandonar las efemérides a su suerte ayuda a desacralizar fechas que hace mucho tiempo dejaron de servir para la evocación —idealmente crítica— de las constituciones de 1857 y 1917, de Juárez y de la revolución mexicana.
Me parece sumamente interesante la disertación sobre la «desacralización» de los días cívicos, por parte del Estado neoliberal, considerados patrios en las instituciones educativas; lo que me sigue haciendo ruido es el hecho de que hayan sido «designados» por una instancia laboral, y se dejé vacío el sentido o significado de la fecha a «celebrar», perdiéndose de la memoria, y propiamente de la historia. Sin memoria histórica no hay forma de valorar ninguna herencia, y con el nuevo gobierno, creo que éste renegará de su propio origen.
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