por Fernando G. Castrillo Dávila

En una interesante entrevista, el finado escritor Carlos Fuentes relató una anécdota acontecida en 2008, durante una cena en la que compartió la mesa con el presidente Felipe Calderón. En algún punto de la velada, Fuentes le dijo: “Sólo una persona en la historia de este país ha tenido la oportunidad que usted va a tener en septiembre de 2010; ese fue Porfirio Díaz”. El conspicuo escritor aconsejó al encargado del ejecutivo que no desperdiciara la oportunidad. Al parecer Calderón o no le hizo caso o no supo cómo articular las conmemoraciones del bicentenario ni del centenario de la revolución.

Muchos son los temas de los que se puede hablar con relación al rotundo fracaso de las fiestas del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, tanto a nivel federal como en los estados. Sin embargo, queremos plantear sólo un tema en esta discusión: la imposibilidad del gobierno federal por construir un símbolo nacional que, al paso de los años, pudiera señalarse con el dedo y decir: “esto es el resumen (favorable) de las conmemoraciones del 2010”.

La marea del tiempo va subiendo a la vez que sumerge (en buena medida para beneficio de esa administración) todo vestigio de las festividades y alegorías del 2010. Por más esfuerzo que hagamos al observar el bicentenario en una perspectiva de dos años, no hay nada que salga a flote de entre las aguas del tiempo acumulado. Está por demás decir que los 104 metros de altura de la tristemente célebre Estela de luz (y muchísimo menos los 20 metros del coloso) no bastan para superar la superficie del olvido. En pocas palabras, ni la ignominia del despilfarro tuvo tanta gracia como para ser digna del recuerdo.

La memoria está repleta de ironías políticas. Debe mencionarse que los dos principales iconos utilizados de forma generalizada en las conmemoraciones de hace dos años fueron la Victoria alada (para la independencia) y el monumento a la Revolución (para la revolución). Tanto uno como otro fueron proyectos porfirianos. La diferencia que guardan es que el primero fue presentado durante el Centenario de 1910, mientras que el segundo estaba en construcción. (Para quien no tenga el dato, iba a ser el palacio legislativo.) Claro, por eso mismo es el “monumento a la revolución” —esta idea muy republicana de crear hitos de memoria con el bronce de las estatuas de los regímenes derrocados.

Sueño porfiriano refuncionalizado
Sueño porfiriano refuncionalizado

Pero la magnificencia del monumento a la revolución no lo da la ornamentación, sino la majestuosidad de su estructura previa. Parece entonces que tenemos más del porfiriato en materia de alegoría de lo que la memoria nacional quisiera reconocer. Y no se trata de abrir la discusión de si deben o no arrancarse los huesos inservibles de Díaz del cementerio de Montparnasse y desfilarlos por las calles de la ciudad de México. Se trata más bien comprender que la urdimbre de la memoria es más complicada de lo que nos gusta pensar.

Cabe entonces la cuestión: ¿qué queda hoy del bicentenario?, ¿qué reminiscencias dejó? Sabemos perfectamente que en el momento no produjo ninguna sorpresa (agradable); pero, visto a distancia, ¿qué imagen nos viene a la cabeza cuándo pensamos en el 2010, cuando ni siquiera se pudo crear “un símbolo de la ciudad de México” como pretendía hacer Calderón con la Estela de Luz?

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