por Octavio Spíndola Zago *
Con la revolución del neolítico (fechada cerca del año 10 000 a.e.c.) el ser humano adquirió un gran poder de supervivencia mediante la aplicación práctica de la experiencia en la domesticación de especies animales y vegetales: fue el nacimiento de la agricultura y la ganadería. Con el tiempo, el horizonte de posibilidad se fue ampliando y la experiencia ensanchando: el ser humano se vinculó a la tierra, las relaciones sociales se nuclearizaron y el mito ordenó la vida privada y el espacio público.
Si aceptamos la tesis de la adaptación-evolución darwiniana (no en su variable spenceriana) y la producción-reproducción marxista, entonces tiene sentido la obra de Gordon Childe, para quien la historia del ser humano es la del desarrollo de la técnica y la tecnología: “entre los años 6 000 y 3 000 aC el hombre aprendió a aprovechar la fuerza del toro y la del viento, inventó el arado, el carro de ruedas y el bote de vela, descubrió los procesos químicos necesarios para beneficiar los minerales de cobre y las propiedades físicas de los metales, y empezó a elaborar un calendario preciso” [Los orígenes de la civilización (México: Fondo de Cultura Económica,1996), 131]. Uno de los resultados concretos más importantes de la abundancia que se generó fue el comercio y las redes de intercambio primitivas, primero, y basadas en la tierra, después, hasta que las pestes y la crisis del siglo XIV abrieron camino para el empoderamiento de los burgueses que se hicieron del poder político en numerosos lugares (como las ciudades-estado ubicadas en la península itálica) y con ellos se desdobló la historia del capitalismo.
Del siglo XVI hasta el XVII el objetivo prioritario fue asegurar la producción de mercancías y asignarles un valor monetario comerciable. Para el siglo XVIII, el capital se liberalizó, el mercado se encargó de regular costos y balanzas de pagos sin direccionalidad humana directa. Con la expansión colonialista de Europa, los mercados estuvieron en buena medida en manos de unos cuantos monopolios comerciales y bancarios, lo que Marx definió como capitalismo imperialista. Tras el crack del 29 y la implosión de la esfera inmobiliaria y bursátil, el desequilibrio entre producción y poca demanda, así como la falta de capital circulante y el hundimiento de precios de los productos básicos, el mundo occidental abandonó el laissez faire para adoptar las premisas del joven Keynes: desmantelar el mercado mundial, crear aranceles, subsidiar la actividad agraria y asegurar el pleno empleo.
A decir de Eric Hobsbawm, la política izquierdista de Roosevelt, Cárdenas y el Partido Laborista, así como la planificación soviética, resultaron en una “era dorada” (1955-1973) que terminó con el empoderamiento de la derecha tradicional con Reagan y Thatcher, quienes desmantelaron el estado de bienestar y entregaron a la humanidad a merced del mercado omnipotente. El capitalismo sobrevivió al desarrollo histórico del comunismo mundial en una forma más depravada e inhumana. Los vaticinios de su fin, sin embargo, no han cesado del todo.
Uno de los más recientes e interesantes es el lanzado por el economista británico Paul Mason en un artículo titulado “The end of capitalism has begun”. A decir de Mason, tras su experiencia in situ en la reciente crisis griega, la contradicción entre la abundancia de productos e información accesibles gratuitamente, por un lado, y el sistema de monopolios, bancos y gobiernos que buscan mantener las restricciones para generar plusvalía comercial, por el otro, se ha agudizado con el agotamiento de la energía, el cambio climático, el envejecimiento de la población y la migración. Para Mason, la costumbre (feudalismo) y la satisfacción egocéntrica (capitalismo) ceden terreno frente a la cultura del compartir y colectivizar, es decir, eso que llama poscapitalismo. El sistema de administración de deudas, base del funcionamiento integral capitalista a lo largo de su historia (iglesias, universidades, bancos, financiadoras), se desmorona paulatinamente mientras emerge la sharing economy. Los síntomas, dice Mason, son evidentes: los activos financieros tradicionalmente pujantes (bienes inmuebles, fondos de inversión, fondos de pensiones, las acciones en crudo y los bonos) se ralentizan frente a activos virtuales.

Cuando la industria pesada, basada en el carbón y el acero con el ferrocarril como emblema de progreso, fue debilitándose frente a la silicona y el software en la década de 1970 (con los rascacielos, la energía nuclear, el petróleo y los aviones), los economistas ya comenzaban a hablar de una era postindustrial en la que la mano de obra sería desplazada por la automatización robótica y la producción sería regulada por la investigación y desarrollo. El poscapitalismo de Mason implicaría el triunfo de la democratización de la riqueza reajustando el funcionamiento interno de la balanza de pagos, aunque no de los medios de producción ni eliminando la pobreza (tema que Mason deja completamente a un lado).También implicaría el triunfo de una participación masiva de los ciudadanos en la atención de sus necesidades, dependiendo para su éxito ya no de la negociación y rendimiento real, sino de la cohesión social, muy similar al modelo cooperativo.
Ideológica y culturalmente esta “nueva etapa” sería sólo una continuación histórica del capitalismo, por lo que Mason se mantiene dentro del pensamiento occidental. Con todo, propone cambios interesantes (muchos de ellos ya advertidos por el poscolonialismo): la ruptura del interés general depositado en el poder gubernamental para gestionar una esfera de políticas públicas interactivas; el abandono de categorías como “empleo” y “plusvalor” para enfocar la atención académica y política en el estatus virtual y las dinámicas digitales; la migración de la sociedad de consumo a la sociedad de conocimiento. Mason ha anunciado la publicación de un libro (febrero 2016) en el que ampliará y profundizará sus reflexiones. Queda hacer un llamado a las editoriales para traducir dicha obra con prontitud, socializar estas nuevas perspectivas, discutirlas, y cuestionarlas desde nuestra región latinoamericana. Lo único cierto aquí es que el polémico artículo ha agitado las aguas económicas del mundo y lanza un mensaje más de esperanza a quienes perdemos la fe en el futuro ante la depravación neoliberal.
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