por Wilphen Vázquez Ruiz *
El nuestro, como tantos otros países de la región, es uno en el que el sincretismo cultural ha dado lugar a fieastas y tradiciones de una riqueza no sólo notoria y única, sino también fundamental para el entendimiento de nuestra realidad cultural. Para el momento en que este comentario aparezca publicado, faltarán unas horas para que nuevamente se celebren el día de todos los santos y el día de los muertos el 1 y 2 de noviembre.
Tal como nos lo recuerdan Alfredo López Austin en Cuerpo humano e ideología y Jacques Soustelle en La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista, las culturas mesoamericanas se caracterizaron, entre otras cosas, por el marcado significado que otorgaron a la muerte de los individuos en relación con el mantenimiento del orden del universo y la propia continuidad de la vida. En este espacio sólo podemos rescatar algunos elementos que, con las variantes locales que se presentaban en cada caso, eran comunes a los pueblos mesoamericanos. Entre los mexicas, por ejemplo, a pesar de la imposibilidad de tener confianza en el porvenir dada la fragilidad del universo siempre expuesto a una catástrofe, su pesimismo era más bien activo. Éste, nos señala Soustelle, no se tradujo en abatimiento o indolencia sino en un enfrentamiento con el universo en el que el mexica, si bien se enfrentaba sin ilusión a un universo implacable, lo hacía con una energía indomable en la que a fuerza de penurias y de sangre arreglaba la vida precaria que los dioses le habían concedido.
López Austin, por su parte, nos recuerda que para los mesoamericanos la entidad anímica a la que se denomina teyolía —que puede entenderse como el espíritu o el corazón de quienes han fallecid-, las fuentes nos hablan de cuando menos cuatro sitios en los que terminaba el teyolía, dependiendo del tipo de muerte que habían sufrido los individuos. Los caídos en combate, los sacrificados y las muertas en primer parto se dirigían al tonátiuh ilhuícatl o “cielo del sol”; quienes fallecían por alguna causa relacionada con el agua su sitio era el Tlalocan; para los aún lactantes era el Chichihualcauhco y para quienes fallecían de muerte común, el Mictlan. Relevante es, además, la mención del autor sobre la consideración de algunos mesoamericanos sobre la llegada del teyolía al tocenchan, “nuestras casa definitiva” , sitio por demás misterioso pues nadie tenía por cierto cómo era allá la existencia. Por supuesto, con la conquista muchos de estos elementos desaparecieron aunque muchos otros también lograron sobrevivir y ser incorporados durante la evangelización —recordándonos que el sincretismo religioso y cultural es por definición un proceso perenemente abierto.
Sin importar las incorporaciones o desincorporaciones de distintos elementos particularmente en las regiones y segmentos sociales donde esta tradición es aun mantenida, el respeto hacia la muerte y la veneración hacia los ya fallecidos no sólo tiene que ver con estos dos aspectos, sino con el respeto a la vida misma por el binomio que ella establece con el término de la existencia física, lo que no implica enteramente el término de la existencia anímica o espiritual.

Independientemente de las creencias que cualquier persona pueda sostener, hago hincapié en que la relación eludida en este tipo de rituales y celebraciones nos recuerda el significado de la vida y el respeto que debemos tener por ella. Como el resto de los miembros de este Observatorio de Historia, considero que —sin importar el área de especialización que interese a cada uno— nuestra disciplina está ineludiblemente ligada y comprometida con la realidad presente. En ésta lo bárbaro, lo hiriente y lo insultante se han vuelto cosa común, en especial en lo referente al poco o nulo respeto por la vida del otro, ya en cuanto a su existencia, ya en cuanto a la calidad con la que puede o debiera desarrollarla.
En uno de sus textos más recientes, Pedro Salmerón se pregunta cómo puede hablar de historia ante la brutalidad y la tragedia vividas en Tlatlaya e Iguala y su respuesta es contundente e inobjetable: porque es lo que sabe hacer y quizá la única forma de combatirla. Coincidiendo por completo con él, y esperando no haber malinterpretado sus palabras, me atrevo a ampliar los hechos y acaso su respuesta. Tlatlaya e Iguala son, por ahora, el último escándalo de una cadena de acontecimientos que lleva décadas siendo incubada y desarrollándose. A esas brutalidades se suman los más de 70 inmigrantes ilegales asesinados en San Fernando, el casi medio centenar de infantes muertos en la guardería ABC, el caso News Divine, la represión en Atenco, las matanzas en Acteal y Aguas Blancas, los centenares de perredistas asesinados durante el mandato de Salinas, la guerra sucia perpetrada en los años setenta y ochenta, la impunidad que privó en 1968 y 1971, los feminicidios que ocurren en todo el país, la trata de personas, la penalización del aborto, lo exiguo de un mercado laboral y un salario mínimo miserable, así como los millones de connacionales en diferentes tipos y grados de pobreza… la lista es tan interminable como hiriente. A la respuesta de Salmerón, quisiera agregar algo que fuera definitivo o revelador, pero con vergüenza acepto que no puedo sino hacer hincapié en dos elementos: lo primero está en el actuar individual, que debe ser no sólo crítico sino también autocrítico y que debe aprender a sumar voluntades e incorporarse a las sinergias en las que creamos, y lo segundo radica en el compromiso académico que asumimos a diferentes niveles para enseñar la historia que necesitamos para el país que queremos. El tiempo se agota y con él las oportunidades de una transformación eficaz, pacífica y humana.
Gracias, Wilphen: expresaste bien lo que siento, lo que sentimos
Me gustaMe gusta