por Luis Fernando Granados *
La inmensa confrontación militar que, de manera eurocéntrica, conocemos todavía como primera guerra mundial comenzó a comenzar hace un siglo, el 28 de julio, 1914, cuando el gobierno austrohúngaro declaró la guerra a Serbia. Aunque en realidad comenzó entre cuatro y siete días más tarde, entre el primero y el 3 de agosto, pues sólo entonces —con el estallido de la guerra entre Alemania y Rusia y entre Alemania y Francia— la crisis política balcánica, precipitada por el asesinato del sobrino de Maximiliano de Habsburgo, devino conflagración general… europea.
Es cierto, por supuesto, que las operaciones militares no se limitaron al espacio europeo propiamente dicho ni fueron protagonizados sólo por soldados nacidos en Europa. Pero en casi todos los casos, la presencia de lugares y personas no europeas en los anales de la guerra fue una mera consecuencia de la extensión, esa sí mundial, de los imperios europeos decimonónicos. Los miles de indios, argelinos, australianos, vietnamitas, canadienses, sudafricanos y senegaleses —entre otros— que participaron en el conflicto lo hicieron porque eran súbditos coloniales; no porque les interesara mayormente el futuro de Alsacia o la Galicia cárpata ni, mucho menos, la sobrevivencia de una civilización que los oprimía y los explotaba. La irrupción estadounidense en 1917 alteró sin duda el carácter europeo del conflicto, pero tampoco puede decirse que lo convirtiera cabalmente en una guerra mundial.

¿Para qué recordar la gran guerra fuera de Europa? ¿Qué importancia puede tener para los pueblos, las comunidades y los países no europeos? O quizá más bien, dado que tantos millones de muertos merecen ser recordados en toda circunstancia, ¿cómo comprender la primera guerra mundial de manera no eurocéntrica, desde la perspectiva de quienes no participaron en ella, participaron incidentalmente o lo hicieron sobre todo en razón del colonialismo europeo?
Aunque parezca absurdo, quizá su importancia mundial radica menos en la brutalidad industrializada de la matazón —en lo mucho que prefiguró la guerra total del siglo XX— que en el hecho de que así comenzó a ser evidente el carácter mitológico de la superioridad civilizatoria de Europa, o sea el «argumento» que los imperios habían empleado, de manera cada vez más ostentosa desde fines del siglo XIX, para convencer y convencerse de la legitimidad de su dominio sobre grandes porciones del globo. La barbarie europea entre 1914 y 1918 mostró al mismo tiempo lo que los imperios eran capaces de hacer con sus enemigos —lo que de hecho habían realizado en el curso de su construcción en Asia y África— y que su presunta superioridad cultural era, para decirlo suavemente, una patraña. Los movimientos de liberación nacional se nutrieron de ese reconocimiento: tan bárbaros como cualquiera (pero también, claro, tan cultos y tan sensibles como cualquiera), los países europeos no tenían derecho a proclamar su modo de ser como el único válido para el mundo. Es una lástima que, un siglo más tarde, a veces se nos olvide semejante verdad de Perogrullo.
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