por Bernardo Ibarrola *
La guerra fría fue el enfrentamiento de dos ideologías, pero no única ni principalmente eso, como proclaman a todo pulmón los místicos del fin de la historia y se lamentan entre discretos sollozos los alquimistas de la revolución. El conflicto que determinó el devenir de la humanidad durante la segunda mitad del corto siglo XX fue, antes que cualquier otra cosa, el pulso sostenido por dos potencias estatales en su afán por obtener la hegemonía planetaria. Obvia decir que ninguna de éstas logró sus objetivos.
Basta un simple ojeo al mapamundi para entender la importancia del mar Negro en la historia de la expansión de una de estas potencias: Rusia. El mar Negro supone la comunicación expedita con el Mediterráneo y el mundo árabe. Asegurada la salida al Atlántico norte a través de los puertos bálticos en torno de San Petersburgo, el mar Negro es su espacio obvio de distribución comercial y militar; algo así como el Caribe para los estadounidenses. En el centro geográfico del mar Negro se halla el puerto de Sebastopol. El gobierno de Moscú está tan dispuesto a perder el control que ejerce sobre éste como el de Washington a abandonar la base de Guantánamo, ubicada en el centro geográfico del Caribe.
En abril de 1854, la flota franco-británica inició operaciones en las costas occidentales del mar Negro con el fin de disminuir la presión que sufrían sus aliados otomanos y con la esperanza de que la supervivencia de este vetusto imperio impidiera, o al menos postergara, la amenazadora expansión rusa. Luego de tres batallas campales —Alma, Balaclava e Inkerman— las fuerzas rusas se concentraron en el enorme puerto de Sebastopol, baluarte natural, fuertemente artillado en el extremo sur de la península de Crimea. El asedio, magistralmente narrado por León Tolstói, duró once meses y supuso un paréntesis de veinte años de la presencia rusa en el mar Negro.

Poco menos de un siglo después, el puerto de Sebastopol volvió a soportar un larguísimo asedio, esta vez ante las potencias del eje —además de las alemanas había fuerzas de Italia y Rumania— que se toparon con una inesperada resistencia de las fuerzas soviéticas entre el otoño de 1941 y el verano del año siguiente.
La resistencia del puerto de Crimea se inscribe en la misma lógica del sitio de Stalingrado, iniciado un mes después de la caída de Sebastopol. Una cosa era hacer la blitzkrieg a estados con gobiernos pusilánimes, sin defensas naturales y ubicados a distancias que se contaban en cientos de kilómetros y otra intentarla contra una organización política extraordinariamente eficaz, organizada desde sus orígenes para la guerra sin cuartel y protegida por distancias descomunales: entre Sebastopol y el antiguo Stalingrado, hay unos 1 200 kilómetros, la misma distancia que entre Berlín y París. En la defensa de su ya emblemático puerto del mar Negro, los soviéticos vislumbraron que la “nueva” guerra practicada por los nazis no lo era tanto: entonces, como antes, no era posible invadir las islas británicas sin una colosal fuerza naval (o aeronaval), y un puerto como Sebastopol, defendido con decisión y recursos suficientes, podía transformar la ilusión de una campaña de tres meses en una pesadilla de varios años y millones de soldados muertos.
Desde la debacle del impero otomano, la península de Crimea ha sufrido la misma suerte de Ucrania y, en términos generales, de las regiones controladas por el poder soviético: enfrentamientos regionales y confusas guerras durante los años veinte; la violentísima estalinización de la década siguiente, la guerra total entre 1941 y 1945. Desde el final de ésta, Ucrania fue una de las repúblicas de lujo de la URSS y en 1991 su proclamación como una entidad soberana pero íntimamente ligada a Moscú auguraba un futuro geopolítico estable: el puerto de Sebastopol siguió bajo soberanía rusa hasta 1997 y desde entonces Ucrania autorizó que continuara en ese puerto la gran base naval de aquel país por 35 años más. Los últimos tiempos, sin embargo, han sido inestables.
El éxito de gobiernos más o menos autoritarios y verticales es más difícil cuando no se cuenta con la última palabra del Soviet Supremo, y Crimea sigue estando en el corazón del Mar Negro. Como hace ciento sesenta años, las potencias de Europa occidental —acompañadas ahora por una cauta diplomacia estadounidense— intentan contener el poder ruso y la clase política ucraniana les ha facilitado sorprendentemente la tarea. Los dos millones de crimeos (menos del 5 por ciento de la población ucraniana— han sido víctimas, más que protagonistas, de los recientes acontecimientos; el domingo hoy votaron su anexión a Rusia. Londres, París y Washington desconocieron los resultados de esta consulta popular con la misma celeridad con la que, hace muy poco, reconocieron el establecimiento del nuevo gobierno proeuropeo y antirruso en Kiev.
Pase lo que pase, Sebastopol seguirá bajo control ruso. Crimea parece pieza jugada. Ahora, como a mediados del siglo XIX, la pregunta es: ¿los rusos se conformarán o intentarán avanzar un poco más al occidente, a la ribera norte del Danubio, para recuperar el control de la codiciada ciudad de Odesa?
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