por Luis Fernando Granados *
El martes pasado en La Jornada, Pedro Salmerón escribió que el sitio-museo de El Álamo le parece un “monumento a la mentira histórica”. Es cierto que el casco de la antigua misión de San Antonio de Béjar está dedicada a homenajear a los rebeldes que —en palabras del propio Pedro— fueron “masacrados” por el ejército mexicano el 6 de marzo, 1836. Y es cierto también que el discurso del sitio, y en general de la historia de bronce estadounidense sobre la independencia de Texas, subraya sobre todo el heroísmo de los muertos, la perfidia de sus asesinos, la justicia de la causa por la que fueron —digámoslo de nuevo— masacrados. Hubiera podido también añadir que tanto la restauración del sitio como su planteamiento museográfico ejemplifican esa tendencia a la disneylandización de la divulgación del conocimiento histórico, o sea ese afán por presentar el pasado como algo entretenido, ligero y colorido —en una palabra, como algo fun.
Hasta aquí, apenas si cabe sorprenderse de lo que Pedro encontró en El Álamo: el lugar es un monumento y, más aún, es un monumento público (que depende del gobierno de Texas). Imaginar que pudiera ser otra cosa es como suponer que el Museo Nacional de las Intervenciones en la ciudad de México podría no ser un monumento al patriotismo más demagógico y ramplón: después de todo, su creación en 1981 fue un capricho de Gastón García Cantú, entonces director del INAH, y se encuentra ahí donde un puñado de valientes resistió hasta la última bala —o eso dicen que dijo el general Anaya— el ataque injusto de una multitud de orcos vestidos de azul oscuro. (Eso no significa, por supuesto, que el museo no haya intentado desprenderse de su herencia fundacional; pero no es una tarea fácil dado que su matriz es un libro tan elemental como Las invasiones norteamericanas en México [México: Era, 1971] y está ubicado en uno de los mojones simbólicos de la guerra de 1846-1848.) Los sitios-museos públicos son así: catafalcos del estado, instrumentos de propaganda, encarnación de discursos que buscan naturalizar el pasado y el presente de una comunidad política.

Sospecho, sin embargo, que el problema de Pedro con El Álamo es de otro género; que lo que en realidad le molesta es que la batalla y la masacre de civiles armados que ahí ocurrió no haya impedido la independencia de Texas, que la mayoría de los rebeldes de 1835-1836 hubiera nacido en Estados Unidos, que éstos hubieran convertido a Texas en una provincia esclavista y que, una década más tarde, hubieran provocado la guerra entre México y Estados Unidos. En suma, sospecho que el problema es que Pedro, como casi todo el mundo, sigue pensado que la independencia de Texas fue ante todo, y por sobre todas las cosas, un conflicto civilizatorio entre estadounidenses y mexicanos, o entre anglosajones y latinos, o entre protestantes y católicos, o entre el Norte y el Sur —y que la causa próxima de la guerra fue la existencia de una sociedad esclavista en el seno de la nación mexicana.
Ojalá las cosas fueran así de simples. Creo que es un error abordar la colonización “anglosajona” de Texas y su independencia desde una perspectiva cultural porque, para empezar, eso supone creer que las naciones existen como las imaginan los nacionalistas, y también que las naciones “mexicana” y “estadounidense” eran entidades discretas, formadas cabalmente, a principios del siglo xix —y no, como creo que era el caso, la reunión heteróclita de pueblos y comunidades que en esos años intentaban, con grandes dificultades, darle un contenido cultural a sus instituciones políticas (o sea el estado).
Reducir el conflicto de Texas a un “choque de civilizaciones”, además, implica despolitizarlo, lo que en concreto quiere decir perder de vista que el meollo de la disputa entre los colonos anglófonos (y, sí, esclavistas), el gobierno de Coahuila y el gobierno federal fue durante casi todo el tiempo saber quién tenía derecho a organizar la colonización de Texas; es decir, quién debía o podía ejercer la soberanía en las tierras más allá del río Nueces. (Por eso la manzana de la discordia fueron siempre las leyes y proyectos de que debían regular el asentamiento de los inmigrantes.) La presencia de esclavos en Texas fue indudablemente uno de los puntos contenciosos de esa relación tripartita, pero fue fuente de menos disputas —entre otras cosas porque Stephen Austin resultó un excelente político— que el asunto de las concesiones de tierras (lo que produjo una gran especulación y muchas invasiones ilegales) y, sobre todo a partir de 1830, el derecho del gobierno “federal” (entre comillas porque lo encabezaba Anastasio Bustamante) a establecer aduanas y limitar el ingreso de nuevo inmigrantes. (Pero véase Josefina Zoraida Vázquez y Lorenzo Meyer, México frente a Estados Unidos: Un ensayo histórico, 1776-2000, cuarta edición [México: FCE, (2001) 2006], 41-49.)
Una mirada culturalista, en fin, impide apreciar hasta qué punto la crisis que desembocó en la independencia texana no fue, o no nada más, un conflicto entre güeros y prietos, sino más bien un conflicto político entre los partidarios de la república federal y sus enemigos, o sea la guerra civil (1835-1836) de la que resultó la secesión de Zacatecas, Yucatán y Texas, y eventualmente la creación de la república central. Que los dos primeros estados no hubieran podido emanciparse no quiere decir que la independencia de Texas era inevitable; más bien pone de manifiesto lo ridícula que fue la derrota de Santa Anna en San Jacinto. Por eso me parece que la presencia de Lorenzo de Zavala entre los firmantes de la declaración de independencia de Texas —uno de los ocho que no eran “anglosajones”, en la cuenta de Pedro— es de lo más significativa: porque Zavala, además de un especulador de tierras en la frontera nororiental, era el último gran campeón de la constitución de 1824 cuando Santa Anna y los centralistas decidieron deshacerse de ella.
No quise nunca darle un tono huntingtontiano (por llamarlo de una forma), y criticar este museo en particular no implica que no sepa que así son los museos (y sin embargo, en el museo militar en París la sección dedicada a la «guerra de México» tiene un tono distinto)…
De acuerdo con muchas cosas sobre todo en que ni México era México, ni los Estados Unidos, los Estados Unidos, o no todavía, o no como los entendemos… pero, ¿de verdad una guerra civil por la presencia de Zavala?, ¿y todos los documentos que muestran la predisposición a separarse de México, como las declaraciones de S. Austin antes de la supresión de la constitución de 1824?
¿De verdad Zavala era el «último gran campeón»? ¿Por qué no se segregaron Zacatecas o Jalisco en esos días?
Usted, querido maestro, sabe más que yo de esos días aciagos.
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No sé de Zacatecas y Jalisco, pero Yucatán sí se separó en 1841, y si se volvió a unir fue por la seria amenaza en que se estaban convirtiendo los mayas en la guerra de castas. Sin la insurrección maya, Yucatán sería otro país centroamericano más.
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Más que por la presencia de Zavala —el primer vicepresidente de Texas independiente, por cierto—, creo que el conflicto puede verse como una guerra civil, o como parte de la disputa sobre la federación, por tres razones.
Primero porque la ley de 1830 no era sólo una ley contra la inmigración de esclavistas gabachos sino, también, un ataque contra la soberanía de Coahuila. Por otra parte, porque no creo que haya sido casualidad que los texanos pidieran convertirse en estado en 1832, o sea luego de la caída del gobierno de Bustamante. Y finalmente porque desde 1834 el gobierno «federal» de Santa Anna hizo todo por limitar aún más la autonomía de los estados, y eso desencadenó la ofensiva de los texanos independentistas. (Si recuerdo bien, además, Austin se sumó tarde y mal a ese movimiento, y por eso tuvo un papel más bien marginal en la independencia propiamente dicha.)
Zacatecas, por otra parte, no se independizó (o «reasumió su soberanía») porque no pudo: el ejército de Santa Anna venció a las milicias estatales en 1835. Y como dice «yo», Yucatán terminaría efectivamente por separarse (aunque el movimiento de Santiago Imán comenzó por lo menos un par de años antes de 1841).
El punto, en fin, es que el contexto político mexicano es tanto o más importante para entender lo que pasó en Texas que las diferencias culturales inherentes a los mexicanos y a los gabachos. El énfasis en lo nacional tiene además un curioso efecto político-historiográfico: si lo que estaba en juego era la integridad del territorio y de algún modo la nacionalidad, los políticos mexicanos que salen mejor librados del «juicio de la historia» a propósito de Texas son Alamán y Bustamente, o sea los asesinos de mi general Guerrero (que además, claro, era compadre del traidor Zavala). Curioso, ¿no?
En fin. Buena suerte en tu periplo, Pedro. Un abrazo.
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También debe ser mencionado que, aunque es cierto que la guerra (sea civil o de independencia) que sucedió en Texas no puede ser reducida a un “choque de civilizaciones”, tampoco podemos asumir que los únicos actores en la lucha fueron güeros o pardos. Es decir, los «güeros» no fueron solo anglosajones o sus descendientes, así como los “pardos” no fueron solo mexicanos. Diversos grupos no dominantes tuvieron un papel vital en la lucha de independencia —y su manutención.
Primero, se destaca el papel de los indígenas. Había una tregua frágil entre los supuestos “anglosajones” y los comanches, kiowas y apaches en la frontera occidental que representó un verdadero límite a expansión “civilizadora”. En este sentido, los recién llegados fueron herederos de la situación bien conocida en San Antonio de Béxar por más de un siglo y en Nuevo México por más de dos: tregua, suscrita por reciprocidad, con las tribus de la Gran Apachería y la Gran Comanchería. Los habitantes de la frontera —tejanos de todo tipo— lucharon contra las fuerzas federales en 1835 y 1836 sólo cuando tenían confianza que estas tribus no atacaran mientras ellos estuvieran fuera de sus poblaciones. ¿Quién tuvo el poder en esta situación?
La participación indígena en la historia de Tejas independiente, sin embargo, no fue tan sencilla. Durante la presidencia de Sam Houston, quién había sido admitido al tribu cherokee años ante, el nuevo estado se aprovechó de la situación de aquella tribu y de otras, quienes fueron expulsados de Georgia y demás partes del sur de los Estados Unidos por el presidente Andrew Jackson. En vez de mudarse al Territorio Indio (actual estado de Oklahoma), Houston los invitó a inmigrar a la zona fronteriza. A cambio de recibir ciudadanía, Houston esperaba que actuaran como una muralla contra las tribus nómadas de los llanos.
En las fronteras, español e inglés y los idiomas indígenas no fueron los únicos que podían ser oídos. Otra lengua fue el alemán, más específicamente el «alemán “bajo”. A principios de la década de la guerra había comenzado una migración alemán al territorio. Entonces y en la década siguiente se fundaron varias comunidades cuyo gobierno local y su idioma en la vida pública era el alemán. Aún hoy hay más de 3 millones de descendientes de esta oleada de inmigración, que habían empezado, como había la estadounidense, con contratos empresarios con el gobierno mexicano. Esta comunidad, y la comunidad alsaciana de Castroville, hacia el oeste de San Antonio, eran distintas y separadas. La mayoría de ellas tampoco favorecían la práctica de la esclavitud. Esta diferencia con los inmigrantes estadounidenses hizo precaria su posición en la guerra de 1845-1848, y aún más durante la guerra civil estadounidense. Sin vínculos culturales con el sur de los Estados Unidos, los alemanes de San Marcos, New Braunfels (nombrado por el príncipe alemán que capitaneaba el Adelsverein con el motivo de crear un segundo Alemania en Tejas), y Fredericksburg, las comunidades alemanas, incluso las familias, quedaron divididas sobre la política de la esclavitud. Había alemanes que apoyaron a las fuerzas mexicanas y otros de los mismos pueblos que se aliaron con los inmigrantes estadounidenses. Las mismas divisiones brotaron otra vez en la guerra de 1845-8 y la guerra civil estadounidense.
La situación de los “mexicanos” de Tejas antes de la guerra tiene semejanzas con la situación entre los anglosajones y los alemanes. En la interminable marcha de la colonia hacia el norte había llegado una población pequeña desde el sur a fines del siglo XVII. Sin embargo, en la época borbónica, la corona facilitó una inmigración de pobladores de las islas Canarias a San Antonio de Béxar para apoyar sus reivindicaciones territoriales contra la expansión del imperio francés en Luisiana. Miles de isleños vinieron en aquel tiempo. Lo importante es que, así como los alemanes respeto de Estados Unidos, los isleños no se identificaron con el centro del virreinato sino con su propia historia isleña. No habían pasado generaciones en Nueva España y, además, las expectativas de su relación con el gobierno central eran distintas.
Creo que Luis tiene mucha razón en escribir que el trasfondo político de la guerra fue determinante. Había habido muchos cambios en el balance de poder central y estatal en los años inmediatamente antes de la guerra, y no sólo los «anglosajones» se enojaron sobre los cambios. Zacatecas y Yucatán han sido mencionados como regiones que trataron de independizarse. Sin embargo, hay otro ejemplo que enfatiza más el papel que la lucha entre poder centralizado y descentralizado tomó en la guerra de Texas: la república del Río Grande. Este país no reconocido, con una vida de corta duración, formado de la parte septentrional de Tamaulipas y Coahuila, tenía a Laredo (lado norte del río) como su capital. Se fundó y colapsó en el mismo año de 1840; es decir, cuatro años después de la conclusión de la guerra en Tejas. No obstante su corta vida, las ideas de la república tuvieron ecos de las demandas de los tejanos: más autonomía en sus asuntos locales. No fue una cuestión de identidad ni como mexicanos ni como norteños ni como algo más vago como “latinos”. En el caso de la república del Río Grande, el conflicto fue más político y económico que nada.
Yo subrayo la conclusión de Luis, pero añadaría que la guerra que ocurrió en 1835-1836 no fue sólo una guerra civil ni sólo una guerra de independencia, sino una compleja mezcla de las dos. Y aun cuando consideramos la parte «civil» de la guerra, la pregunta «¿quién fue el enemigo?» es frecuentemente difícil de discernir. La provincia de Tejas —llamada Nuevas Filipinas durante la época borbónica, lo que demuestra la fecha tardía en que el territorio fue incorporado al virreinato— era una región fronteriza típica. Poco poblada y lejos de la metrópoli, los que vivirían en aquella región tenían que cooperar y mezclarse con (y otras veces luchar contra) sus heterogéneos vecinos. Y cuando las disputas en la capital sobre el futuro de un país históricamente descentralizado introdujeron inestabilidad a la estructura de gobierno nacional, esto se combinó con las preocupaciones locales, que tuvo resultados explosivas en todas las fronteras.
[Full disclosure: soy tejano y/o Texan]
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La verdad es que cuando uno estudia la historia del siglo XIX, lo que sorprende es que tengamos país.
Abrazos desde Arizona
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