Historia contemporánea Política

Coherencia y conciliación en Mandela

por Wilphen Vázquez Ruiz *

Nelson Rolihlahla Mandela fue clasificado con el preso 466/64 mientras estuvo en la prisión de Robben en Sudáfrica, en la que permaneció por 17 años. Más tarde fue transferido a otro par de prisiones por una década más, como parte de su condena a cadena perpetua a causa de  su participación en actos de sabotaje —en los que siempre se negó a cualquier acto de violencia en contra de otro ser humano— llevados a cabo por la sección armada del Congreso Nacional Africano (CNA), partido al que Mandela se unió en 1944 (apenas dos años después de graduarse como abogado por la Universidad de Witwatersrand). Para quienes lo ignoren, cabe señalar que a este periodo de 27 años en prisión debe sumarse uno previo de cinco años (1956-1961) por su participación, junto con centenar y medio de simpatizantes, en manifestaciones y boicoteos pacíficos en pro de los derechos de la mayoría negra.

Mucho se ha dicho en relación con el líder sudafricano a raíz de su reciente fallecimiento, haciénodse hincapié en su papel como líder social indiscutible en su país y una de las figuras más trascendentales en la historia del siglo XX. Es poco lo que este comentario puede ampliar al respecto, por lo que solamente se hace hincapié en la coherencia de un individuo que, de sus 95 de existencia, pasó 32 privado de su libertad.

La coherencia de Mandela en sus ideales políticos y sociales fue una constante. Prueba de ello está en su rechazo al indulto que el presidente Pieter Botha le ofreciera,  en 1985, a condición de que renunciara a la lucha social y a la organización del CNA. Una más está en la crítica y acusación que, junto con el arzobispo Desmond Tutu, sostuviera en 1998 en contra de los gobiernos sudafricanos por los crímenes cometidos durante la instauración y sostenimiento del apartheid, así como los perpetrados por el movimiento de liberación de la mayoría negra, incluyendo al propio CNA, del cual se distanciaría al término de su mandato como presidente.

Por supuesto, la última etapa de la vida de Mandela no puede ser entendida sin la actuación de Frederik de Klerk, quien, ya como presidente del país, anunciara su liberación a comienzos de 1990 y trabajara junto con él en las negociaciones que llevaron al proceso de democratización sudafricano. En tal proceso, Mandela buscó la inclusión de todos los grupos sociales: blancos, indios, mestizos y, por supuesto, las numerosas tribus sudafricanas a las que no fue fácil aglutinar. Su tenacidad y convencimiento de que se puede vivir en un mundo sin rencores se reflejó cuando estrechó la mano de Margaret Thatcher en 1990 —a pesar de que antes la entonces primera ministra británica lo condenara públicamente por considerarlo un terrorista—, no se diga en su papel como mediador para la paz en diferentes conflictos armados en países como Angola, Burundi y la República Democrática del Congo.

Londres, julio de 1990.
Londres, julio de 1990.

Si bien en el proceso de democratización sudafricano la estatura de Mandela es inalcanzable, en lo económico deben hacer algunas consideraciones que incluyan las circunstancias a las que se enfrentó. A diferencia de otros líderes del continente, quienes al término de los proceso de independencia de sus respectivos países optaron por la nacionalización de diversos bienes, Mandela —preocupado más por lograr una unidad sudafricana que por hacer otros reajustes en la economía— no provocó cambios significativos en la distribución del ingreso ni en el modelo económico. Antes bien, como señala Michel Chossudovsky, Mandela favoreció al ala derecha de Liberación Afrikaner en la promoción de un “corredor agrícola” que correría desde Angola hasta Mozambique, mediante el cual la agroindustria sudafricana extendería su control a países vecinos con inversiones cuantiosas en agricultura comercial, procesamiento de alimentos y ecoturismo, al tiempo que establecería granjas de propietarios blancos allende las fronteras sudafricanas.

En ese tenor, y siguiendo los programas de ajuste estructural fijados por el Banco Mundial, se impulsó a empresas y bancos sudafricanos a participar en programas de privatización a nivel nacional para que adquirieran a precios ínfimos la propiedad de los bienes del estado en minería, servicios públicos y agricultura (véase Michel Chossudovsky, Globalización de la pobreza y nuevo orden mundial [México: UNAM-Siglo Veintiuno, 2002]). Cabe señalar que esta estrategia económica continuó desarrollándose incluso después del mandato presidencial de Mandela, con resultados macroeconómicos por demás relevantes y que han llevado a este país a representar cerca del  25 por ciento del PIB del conjunto de África. A pesar de tal desarrollo que incluye un crecimiento del PIB sudafricano cercano al 90 por ciento entre 1999 (último año del mandato de Mandela) y 2011, cerca de la mitad de sus más de 50 millones de habitantes viven todavía por debajo de la línea de pobreza.

Todo esto nos conduce a considerar que, en la historia, el mejor de los líderes políticos es no necesariamente el mejor de los estrategas económicos. De cualquier forma, nos muestra que la coherencia entre el pensar y el actuar son posibles  y que una sociedad consciente de su situación y perspectivas puede lograr cambios trascendentales. Mandela fue uno entre millones; ojalá contáramos con alguien así.

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