Lenguajes Política cultural

Entre la espada y la pantalla

por Alicia del Bosque *

Salvo para los extravagantes que nunca han dejado de extrañar los tiempos de “don” Porfirio, la fiesta del bicentenario dejó a mucha gente con una nostalgia más o menos vergonzante: ante la corrupta pomposidad de la presidencia de Felipe Calderón, el triunfalismo arrogante del porfiriato apareció de pronto como la obra mesurada y feliz de un gobierno responsable. Del Ángel de la independencia a la Estela de Luz, en otras palabras, parecíamos estar ante un caso típico de “decadencia” moral y artística.

Tal sensación de decadencia puede sin duda tener alguna base, pero es obvio que el término ayuda poco a comprender el carácter del festejo de hace tres años. De hecho, impide apreciar con claridad el ambiente político y cultural que permitió al calderonismo concesionar los festejos del 16 de septiembre de 2010 o atormentar al público con la serie Discutamos [a] México.

Dado que entre el régimen de Díaz y el calderonato se extiende un abismo obvio y profundo —la revolución y la sociedad que ésta produjo—, quizá sea más conveniente reducir la escala temporal de la comparación y contrastar el ethos celebratorio del último gobierno panista con el de sus antecesores del PRI. Y quizá sea igualmente provechoso, además de considerar el clima político-institucional de ambos momentos, fijarse en la calidad de los productos culturales mismos (al menos así no será necesario ensalzar el cursi eclecticismo de la escultura de Antonio Rivas Mercado).

Digamos por ejemplo que la comparación se centrara en Morelos: el espíritu que liberó a un pueblo, la película de Antonio Serrano que estuvo brevemente en cartelera a fines de 2012, y tuviera como contraparte a La espada, la cantata de César Tort compuesta en 1965 —obra que la Orquesta Filarmónica de la UNAM, dirigida por José Guadalupe Flores, “reestrenó” la semana pasada—. (Un fragmento del concierto, grabado por Roberto Ponce, el reportero de Proceso, puede verse en seguida).

El resultado, previsible y todo, no dejará de ser iluminador. Aquí tendríamos una obra sinfónica ambiciosa y compleja, solemne pero rica en disonancias, dedicada a José María Morelos; allá tendríamos al ex cura de Carácuaro amasiado con la esposa de un subordinado en vísperas de leer sus “sentimientos” ante el congreso rebelde. Aquí, un coro inmenso juega a partir de un poema de Carlos Pellicer (“Imaginad: / una pedrada / sobre la alfombra de una triste fiesta. / Eso es Morelos”); allá, un señor le dice “señor” a todo el mundo y se mueve como estatua incluso cuando está ligando con su última enamorada. Aquí, una obra comisionada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz para celebrar el bicentenario del nacimiento del prócer; allá, una coproducción entre una empresa privada (Astillero Films) y los gobiernos de Oaxaca, Guerrero y Michoacán, donde el paliacatudo aparece la mayor parte del tiempo… con la cabeza desnuda.

Aquí una partitura que prescribe malabarismos rítmicos y melódicos, y aun se sirve de un narrador para subrayar un par de pasajes del poema; allá los actores son tan acartonados como los encuadres y tan torpes como las secuencias (las de acción en particular). Aquí la orquesta afirma y se calla, se exalta y confunde las expectativas más convencionales; allá el niño Juan Nepomuceno Almonte tiene tantos minutos on screen como Mariano Matamoros —y nadie resulta más astuto que Agustín de Iturbide.

En suma: mientras la película construye un Morelos hierático en público y sensual en privado —héroe de estampita cuando triunfa en batalla; lúbrico cuarentón cuando mira a la madre de su última hija—, La espada es un gesto teatral que monumentaliza la figura del héroe. (Canta el coro: “Gloria a ti que empobreciste a los ricos / y te hiciste comer de los humildes, / procurador de Cristo en el Magníficat. / Gritar Morelos / es escuchar la Gloria y sentir el perdón.”)

¿Cómo explicar el contraste entre una notable obra de arte público y una pésima película semi-privada que busca “humanizar” a Morelos (pero sólo en su vida doméstica)? ¿Qué se ganó y se perdió en el tránsito de la cultura “oficial” de los años sesenta al neoliberalismo cultural de principios del siglo XXI? Para encontrar una respuesta quizá haya que volver a leer The Fall of Public Man, de Richard Sennett (Nueva York: Knopf, 1976). O quizá, más simplemente, atreverse a pensar de nuevo en la palabra civismo.

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