por Dalia Argüello *
El nivel de educación media superior tuvo su origen en la ley orgánica de Instrucción Pública de 1867, que creó la Escuela Nacional Preparatoria. La enseñanza positivista de esta institución quedó reservada para las elites y sobre todo, durante el porfiriato, a la formación de los cuadros del régimen. Conforme pasó el tiempo y la revolución fue teniendo alcances sociales, se vio en los estudios bachilleratos la oportunidad de crear mano de obra calificada y se hizo evidente que sería un factor de movilidad social al abrir la puerta a los estudios superiores. Desde los años ochenta hacia acá, la enseñanza media superior ha venido a menos y hoy se ha convertido en el gran filtro que pocos logran superar y cuyos beneficios son poco claros.

El abandono escolar no es asunto nuevo ni exclusivo de este país. En la Encuesta nacional de deserción de la educación media superior, realizada en 2012 (véase aquí), se preguntó a los jóvenes sobre los factores que los orillaron a abandonar la escuela. Entre los que se mencionaron con mayor frecuencia fueron la lejanía de la escuela, la inseguridad en el camino o en el propio plantel, y la dificultad de trabajar y estudiar al mismo tiempo. Para el 23.8 por ciento de las jóvenes desertoras el motivo fue un embarazo. Además de los índices de reprobación, asistencia y promedio, o de confianza en los docentes y directivos, el 26.5 por ciento de los desertores mencionó que en algún momento, mientras cursaba el bachillerato, sintió disgusto por estudiar o se dedicó a otras cosas.
Para el 36.4 por ciento de los encuestados, la falta de dinero en el hogar fue la principal causa para no continuar con los estudios. No resulta extraño, pues de acuerdo con el Panorama social de América Latina 2007, de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el 80 por ciento de los jóvenes latinoamericanos pertenecientes a los quintiles de ingresos más altos de la población concluyen su educación media, pero este porcentaje disminuye bruscamente hasta un 20 por ciento en el caso de los estudiantes que proceden de los quintiles más bajos.
En ámbitos rurales, sólo 36 de cada 100 jóvenes en edad propicia asisten al bachillerato, mientras que en zonas semiurbanas o urbanas esta cantidad aumenta a 52 y 60 por ciento respectivamente. Por otro lado, llama la atención que la procedencia étnica y las brechas del lenguaje sigan siendo factores de desigualdad para el acceso y la permanencia en este nivel de estudios, pues, de acuerdo con datos del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, en —en La educación superior en México: Informe 2010-2011 (que puede verse aquí)—, los hablantes de alguna lengua indígena asisten proporcionalmente menos (29 por ciento) que los que sólo hablan español (54 por ciento) y sólo 49 de cada 100 jóvenes hablantes de alguna lengua indígena entre los 15 a 17 años han terminado la educación secundaria.
A unos días de que se aplicó el examen único de ingreso a la educación media superior, las autoridades han anunciado que, para garantizar la cobertura, esta vez no habrá puntaje mínimo para tener derecho a escuela y por lo tanto no habrá rechazados.
Si —como lo muestran los estudios arriba citados— el problema no es tanto el ingreso como la permanencia (la mayoría de los jóvenes que desertan lo hacen durante el primer año), esta medida está lejos de resolver el problema. No hay escuelas suficientes; para muchos no hay dinero para asistir a la escuela y para los que van y terminan —y aún si siguen a nivel superior y posgrado— faltarán empleos o serán de pésima calidad.
Actualmente, parecería que, para el estado, invertir en los jóvenes no tiene mucho sentido, ya que no requieren demasiado para emplearse como vendedores, meseros, cargadores u operadores telefónicos. El tema, sin embargo, va más allá de la inmediatez y apunta al destino que está construyéndose para el país: el de uno que produce mano de obra mal pagada, o el de aquél que invierte en la educación y preparación de sus juventudes.
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