por Fernando Pérez Montesinos *
El mantenimiento de la actual política empieza a perder sentido incluso desde la perspectiva proverbialmente instrumental (y conservadora) de algunos economistas estadounidenses (un ejemplo puede verse aquí). En cualquier caso, la prohibición y la guerra contra las drogas se han convertido en parte fundamental del problema sin haber realmente ayudado a encontrar una solución. Esperar que el problema se resuelva (o siquiera disminuya) sin modificar sustancialmente las reglas del juego nos pone de regreso en un callejón sin salida.
Cualquier reforma en el sentido de la despenalización y legalización tiene forzosamente que atender al contexto internacional. Los países “pobres” como México pueden y deben jugar un papel fundamental a pesar de su corrupción y bajos índices de desarrollo. Así lo han mostrado, por mencionar sólo unos ejemplos, Portugal, Bolivia y Guatemala. Portugal ha mantenido desde el 2001 una exitosa política de despenalización, no sólo de la marihuana sino de todo tipo de drogas. Bolivia ha sostenido una muy eficaz campaña internacional para diferenciar el consumo de hoja de coca del consumo de cocaína. Es sintomático que los países ricos, encabezados por Estados Unidos, han sido casi los únicos que se han opuesto sistemáticamente a la política boliviana. Otto Pérez Molina, actual presidente de Guatemala, también prepara una campaña internacional (asesorado por instituciones como la Beckley Foundation) en favor de la legalización de las drogas. Incluso él, tan cuestionado por su pasado militar y su participación en graves violaciones a los derechos humanos (hasta ahora no probada en los tribunales), ha llegado a la conclusión de que la solución al problema de las drogas no pasa por las armas.
Finalmente, como señala Wilphen, despenalizar y legalizar el consumo de drogas debe en todo caso formar parte de un plan integral y contar con la participación de la sociedad civil. El reciente voto a favor de la legalización del consumo de marihuana en Colorado y Washington fue fruto de un movimiento de base y una metódica campaña que durante meses revirtió la opinión negativa que se tenía de la legalización. También contó con planes concretos acerca de cómo operar un nuevo mercado legal, tomando como base las legislaciones y políticas existentes para el tabaco y alcohol.
Nada de esto es imposible en México. La despenalización y eventual legalización, de hecho, contribuirían a reducir la corrupción de policías y ministerios públicos (en caso de rebasar los actuales, y muy acotados, límites permitidos por la ley, en el DF hoy cuesta entre 10 y 20 mil pesos ser considerado “adicto” para evitar cargos de posesión). Los sistemas de salud tampoco tendrían que hacer grandes ajustes. Esto es aún más cierto si consideramos que en México, como en todo el mundo, la marihuana es por mucho la droga ilícita de mayor consumo. Como se sabe, las consecuencias del consumo crónico de cannabis (que constituye un porcentaje claramente minoritario en comparación al ocasional) son mucho menores que las del tabaquismo y alcoholismo.
En suma, la despenalización y la legalización no son ni deben ser vistas como panacea. Ninguna política puede resolver en el corto plazo el desastre dejado por décadas de prohibición y políticas casi exclusivamente punitivas. Se trata, en todo caso, de establecer nuevas reglas para que, al menos, las consecuencias más funestas de la actual política no se sigan reproduciendo. No hay duda de que la despenalización y legalización engendrarán nuevos problemas y dilemas. La evidencia (que cada día se acumula más y más) sugiere que estamos viviendo en uno de los peores escenarios posibles, y que las consecuencias y riesgos de una reforma bien pensada (pero no perfecta) serían mucho menores que los presentes peligros y efectos aciagos de ésta, la era de la prohibición.
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